Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

martes, 24 de julio de 2012

Diegote


La zurda en el cuadriculado.
Corrientes, 1994. Por aquel entonces, papá trabajaba en la Shell diseñando las estaciones de servicio por todo el país. Iba y volvía en el día, para no dejar a la vieja sola en casa, que se asustaba y ponía sillones en la puerta para que nadie pasara. Las ventanas no eran preocupación; vivíamos en un piso catorce con rejas. Aquella tarde correntina,  se subió a su vuelo de Aerolíneas Argentinas, abrochó su cinturón y esperó al despegue. Cumplida la hora, la tripulación informó a los pasajeros que el retorno se demoraría unos minutos más. Faltaba un pasajero. Una persona. ¿Podía una sola persona en falta perjudicar a otros cincuenta u ochenta? Papá era joven, y aún no se había hartado de su trabajo. La cuestión de los aviones era relativamente nueva para él, por lo que la situación le resultó amena dentro de lo posible. Hojeó el diario, revisó planos; se entretuvo, mientras esperaba a esta persona.
Finalmente, la persona llegó. Saludó y se sentó al lado de papá. La mirada estupefacta y maravillada de todos los pasajeros dispersó todas las dudas generadas por la demora. No estaban esperando a una persona. Estaban esperando a Diego. Y Diego llegó, y viajaba con ellos, y eran dichosos. Diego dirigía a Mandiyú en esa época, e iba y volvía a Buenos Aires continuamente, por la Dalma, la Giannina, la Claudia, supongamos. Cuenta papá que Diego estaba cansado, aunque algo charlaron. Corrientes le gustaba a Diego, porque su viejo, Chitoro, es de ahí, y le contaba cuando era chico, en Fiorito, de la buena pesca del Paraná. Papá nunca supo de fútbol, por lo tanto, con la pesca se dio por satisfecho. Diego durmió hasta Buenos Aires. A último momento, cuando ya bajaban, papá le pidió un autógrafo. “A Mariana con cariño. Diego 10”, en una hoja cuadriculada, asquerosa, pero qué importa.
El autógrafo estuvo guardado desde entonces, con recelo, por todos. Especialmente por mí. Ahora que estamos todos más maduros y maradonianos, nos propusimos hacerlo cuadro. En cuanto consigamos un buen marco, lo colgamos.
Mientras tanto me lo guardo. Como también esa sensación, que en medio de la charla sobre la pesca del Paraná, papá no recuerda bien, pero cree haberle dicho que tenía dos hijos, Tomás y Joaquín. Sí, el Diego supo de mí. Ese es mi autógrafo, mi medalla; mi minuto con Diego.

miércoles, 18 de julio de 2012

La pizzería de Dante


Maestro pizzero: callado y concentrado.

En la pizzería de Dante está prohibido demorar al hacer el pedido. Uno debe presentarse ante el cajero con las dudas evacuadas y los gustos escogidos: cavilaciones y preguntas, abstenerse. Abonar con cambio es imprescindible, los billetes de cien tampoco son bienvenidos. Una vez que se posee el ticket de compra, se recomienda entregarlo al primer empleado de cocina con el que se haga contacto visual. Asimismo, repita el pedido ante él, pues si hay algo que los empleados de cocina no hacen es leer el ticket. Mucho menos hablar. Un gruñido basta para comunicar que han comprendido. Recordar siempre que el pedazo servido es el mejor que existe; reclamar es chocar contra una pared. Una pared que generalmente reacciona con violencia. Esperar al plato distraído es perder el plato. Jamás lo encontrarán apoyado en la mesada; sus movimientos serán bruscos, bamboleantes, producto del intenso viaje desde las manos del empleado hasta su posición. La concentración hace al trabajo como la atención al comensal. Los tenedores y cuchillos están al alcance de todos; es innecesario pedírselos a empleado alguno. Si están sucios, imaginar que están limpios. Si no cortan, usar los dientes. Si se caen al suelo, levantarlos. La tapa del frasco del orégano por lo general está floja. Evite accidentes. Las servilletas son las hojas papel madera que tiene en frente. Coma rápido, que otros esperan. Acerque el plato, sea educado. Cuando se vaya, no lo olvide: pizzería de Dante, pizzas como las de antes. La mejor de Buenos Aires.

domingo, 13 de mayo de 2012

Escape de mis pruritos

Generalmente no me gustan los escritos que citan frases y poemas de personajes estimados por el autor. Me dan la sensación que quien los pone lo hace con el solo objeto de vanagloriarse frente a sus lectores para poder decirles: "yo lo leí, mirá qué culto que soy", o como suplencia de pensamientos; ¿para qué elaborar una idea si, con una frase de Gandhi, puedo expresar lo que siento? Entonces, lo que a continuación aparece no es más que una traición a mis ideas, pensará, querido lector. 
Pues bien, se equivoca. 
Lo que a continuación cito es un extracto de una novela de la que apenas leí 67 páginas de las 539 que tiene. Es argentina, actual y le va muy bien en ventas. ¡Berreta!, exclamará el cultonto de las frases vacías. ¡Contracultural!, pensará el intelectual. ¡Entretenido!, digo yo. Esto no es arte, es diversión. Y como soy un buen tipo, los invito a que se diviertan conmigo. Y compren la novela, así me llega la comisión correspondiente. 

"Manuel Mandeb y Bernardo Salzman entraron mientras un saxofonista improvisaba escalas de vértigo sobre un uroboros de acordes del piano. Les costaba avanzar entre los invitados. Casi todos se acomodaban en el piso y preferían desplazamientos reptiles. Por fin pudieron sentarse en un rincón, cerca de dos adolescentes que acostadas boca arriba miraban al techo y reían. Mandeb tomó la mano de una de ellas y le dijo:
"- Quisiera conversar un rato, pero no tengo absolutamente nada que decir...
"- No importa. Hablemos igual.- Ella se acercó arrastrándose.
"- Podríamos usar sólo la música del lenguaje sin preocuparnos del sentido.
"- Ya entiendo. Entoncaciones... Variaciones de intensidad...
"- Un burro... Dos burros... Tres burros...- insinuó Mandeb. Ella prefirió mantener una distancia.
"- Siete palabras bastan para dar color al guiso.
"Mandeb acercó su boca al oído de la chica.
"- El hijo del espartero se quiere meter a fraile.
"- Devoto, Villa del Parque, la Paternal.
"Ella lo abrazó. Su compañera quiso participar.
"- Chacarita...
"Ellos no la escucharon y siguieron en su mundo de susurros cada vez más audaces.
"- ¿La señorita ya ha nacido? Podríamos nacer juntos...
"- Ya llegan por el Egeo las velas de Ayolas...
"- Velas negras las de Ayolas.
"Se besaron justo al final del capricho del saxofonista. Las sombras aplaudieron y Mandeb comprendió que ella no le gustaba y que la vida era breve. Se apartó avergonzado. Ella también se enfrió. Sin embargo, se despidió con ternura. 
"- Enfermedades eran las de antes.
"- Merecidas- dijo Mandeb y se levantó de un salto."


En DOLINA, ALEJANDRO: Cartas Marcadas. Página 41. Ed. Planeta. Buenos Aires, 2012.   

martes, 14 de febrero de 2012

Quiero una chica que me quiera

Sobre la agonía del día y el amanecer de la noche de aquel sábado bisagra del mes de febrero de 2000, Carlos enfilaba con su motoneta por la avenida San Martín. Recién bañado, vestía una chomba a rayas rojas y blancas, una bermuda que le so­braba por debajo de las rodillas y unas zapatillas claras inmaculadas. En la cabeza, una gorra echada hacia atrás. El ronroneo de su vehículo de baja cilindrada le impri­mía unas fogosas ganas de pegar “nami”. No quería volver a casa vencido. No otra vez, como a lo largo de los últimos diez meses. Desde Juanita, que se había subido a la moto en abril, (sólo porque era nueva y le gustaba la marca, dejando un piquito de compromiso nomás); ningún otro tesoro femenino había tenido la decencia, amabilidad o dicha de posarse en ese vacío asiento detrás de Carlos. Abrazarlo siquiera, salu­darlo ante el bocinazo. Nada de nada.
La sequía debía cortarse ese sábado. El presentimiento estaba. La vestimenta también. La motito era una flecha. Estrenaba caño de escape, que se le había roto tres días antes, por agarrar mal un pozo. Horas de esfuerzo hicieron posible la nueva pre­sencia estelar de ese tubo gris metálico, orgullo de Carlos. Porque hoy se le tenía que dar. Cortaba la racha, al fin.
Por tímido, y a diferencia de sus compañeros, el pibe carecía de fijas. En la es­cuela andaba todo el tiempo callado, estudioso; poco amable con las chicas. Tenía un no sé qué que no le dejaba desenvolverse. Se mentía diciéndose que solo se estaba mejor, que las mujeres son unas boludas, que hablan de pelotudeces y que a mí no me interesan. Sin embargo, se hallaba aquel sábado dando vueltas con su moto espe­cialmente arreglada para la ocasión, con sus mejores ropas, buscando femeninas.
La caravana que se formaba alrededor de la plaza le impedía alcanzar una ve­locidad mayor a los quince kilómetros por hora. Muchas bicicletas, autos y motos, como la suya o superiores, desfilaban ante una plaza bastante poblada. La gente se congregaba alrededor de la feria de la Iglesia, de las mesas de ajedrez o de algún auto que fuese novedad. Los jóvenes se agolpaban frente a la casa de video juegos, fasci­nados por los tickets que entregaba, los cuales finalmente serían canjeados por golo­sinas como las de cualquier quiosco. Algunos adolescentes tomaban cerveza de la botella, echados sobre el monumento a Belgrano. Los otros, dormían la siesta. Las chicas que Carlos había ido a buscar andaban por los alrededores, mirando negocios, vestidos o tomando mate. Paseaban a sus sobrinos o caminaban en grupos. Pero nin­guna se quedaba quieta.
Eso alteraba a Carlos, porque tenía que estar alerta todo el tiempo. Con objeti­vos dispares y en movimiento se le complicaba más aún. No podía apuntar con tran­quilidad. A pesar de ello, ya tenía fichadas a dos. Una morocha, prima de un compa­ñero apellidado Páez y una medio castaña, Ariel, amiga de una amiga del cuñado del novio de su hermano. Entonces, cuando se las cruzaba, les mandaba un vistazo. De las cinco pasadas que dio, sólo en una logró conectar con Ariel, y no hubo caso. Ella no se afectó. Ni un rubor, ni una sonrisa, ni un levantamiento de cejas. Cero. Según su manual, la respuesta de la mujer resultaba imprescindible para continuar con el si­guiente paso, el acercamiento personal. Luego llegarían las palabras, clasificadas en tres etapas de acuerdo a su nivel de afinidad y así y así. Un manual comprado en Salta en algunas vacaciones, de editorial búlgara. Confiable para Carlos.
Frustrado, aminoró la marcha, subió a la vereda, frenó. Encadenó la moto co­ntra un poste y se sentó en uno de los pocos bancos libres que los ancianos dejaban. Miró la hora: ocho y media. A las nueve tenía que estar en casa. Mamá había prepa­rado ñoquis del veintinueve. Él no pensaba perdérselos. Ni por todas las minas del mundo. Bah, no sé si por tanto. Pasa que los ñoquis le gustaban tanto.
-              Me gusta tu moto – le espetó, de repente, una voz extraña, dulce y angelical.
Carlos viró su cabeza y se encontró con el rostro más bello, iluminado y per­fecto que en su vida había observado. Esos ojos verdes, la nariz respingada pero fi­nita, labios rojos y de suave contextura. Una sonrisa apenas esbozada. El cabello castaño, que le rozaba los hombros. Era ella. Su correspondida. Su presunción no había fallado.
Se vio ante la responsabilidad de contestar. No debía dejarla con las palabras en el aire.
-              Sí. A mí también – palabras más estúpidas no pudieron ocurrír­sele. Tuvo que corregir sobre la marcha. – Gracias, igual.
Igual. ¿Por qué igual? Era como aceptar un cumplido. Y no era eso, la chica se le acercaba porque quería algo de él. Carlos tenía que pensar.
La chica sonrió nuevamente. Bajó la vista hacia el suelo mientras con los pies dibujaba un círculo.
Carlos se paró.
Inmediatamente, lo insospechado sucedió.
La tierra se abrió en el lugar en que se encontraba la chica y una mano hue­suda y verde la tomó por el tobillo, arrojándola hacia las profundidades del infierno. Ella gritó, pero el sonido se perdió rápidamente dentro de la cavidad. Al instante, diez cuerpos se asomaron por la abertura. Estaban bien vestidos, pero en un estado de descomposición avanzado. Algunos eran esqueleto solamente.
Atacaron a toda persona que encontraron en su camino. Las estrangulaban o empujaban hacia los grandes cráteres que se formaban sobre la tierra. Algunos tenían armas. Bayonetas, ametralladoras o rifles. Los más modernos, pistolas automáticas. Asesinaron a mansalva. El pueblo amaneció aquel domingo desierto.
Carlos, en medio de la gresca, logró llegar hasta su moto. En el camino, golpeó a dos muertos que lo vinieron a agredir. La puso en marcha, tomó impulso y se arrojó hacia el mismo lugar en el que había caído la chica. No soportaría volver a su casa como perdedor nuevamente.       

sábado, 31 de diciembre de 2011

Los chicos malos. Episodio 1

El niño Dardo jugaba en el parque con su barrilete, un sábado de otoño. El viento aca­riciaba la cola del cometa rojo, que se bamboleaba con ternura en el cielo despejado. El niño Dardo le había dedicado mucho tiempo a la construcción.  Todo comenzó muy temprano esa mañana, al despertar. Buscó seis ramas en su jardín y se dedicó durante una hora a lijarlas y darles una forma recta, porque, según su abuela, “si están torcidas, te va a salir deforme, nene”. Luego, compró el papel afiche rojo, veinte metros de piola y un sobre de papel glacé en la librería de enfrente. Cinta ya tenía. Con todos los elementos sobre la mesa, estuvo hora y media para contentarse con su trabajo y poder mostrarle, orgulloso, su obra a sus padres, quienes lo felicitaron con una sonrisa. El niño Dardo quiso salir de inmediato a remontar, pero el almuerzo se interpuso ante su deseo y tuvo que apurar la tortilla de papa y el tomate con orégano para ser feliz. Porque eso es lo que era. Un niño feliz, con su barrilete, en el parque, un sábado de otoño.
  Se hicieron las cinco de la tarde. Y con el té, las nubes. El cielo se encapotó en cues­tión de minutos. Dardo tuvo que doblegar esfuerzos para retener el piolín del barrilete, porque el viento soplaba con más y más fuerza. El parque, otrora lleno de gente, se fue quedando desolado. Dardo quitó la vista por un momento del barrilete y observó.  Tres pibes se acerca­ban hacia él, tras haber cruzado la calle. Uno era petiso y morocho. Los otros dos, normales; uno con gorra, el otro con chaleco de jean azul. Para sorpresa del niño Dardo, el petiso y mo­rocho traía en su mano una manopla. Los tres llegaron ante Dardo, que sostenía el barrilete, aún en las alturas. En sus bocas se figuraba una sonrisa.
-                     ¿Me dejás? – preguntó el de chaleco azul.
-                     ¿Nunca remontaste, boludo? – se sorprendió el de gorra.
-                     Alguna vez, cuando era pibe, seguro. – contestó, para luego sacarle a Dardo el piolín de entre las manos.
El barrilete sintió el cambio de dueño. Se alteró. Hizo un vaivén extraño en el aire.
-                     Se te va a caer – dijo el morocho.
-                     Callate.
Efectivamente, el barrilete sucumbió ante los intentos del de chaleco azul y encontró el agrio sabor del pasto.
-                     Hablo al pedo. Dos de dos voy hoy.
-                     Negro, tus estadísticas no existen. Era obvio que se iba a nublar, lo vinie­ron diciendo toda la semana. No te subas al poni.
-                     El poni  tu vieja.
-                     Negro, la boca.
-                     Perdón, mami.
El niño Dardo corrió a buscar su barrilete. Estaba intacto. Lo intentó levantar, pero el pie del de gorra se lo impidió. Con el barrilete bajo su zapato, empujó a Dardo.
-                     Nene, no jodas. Ahora es nuestro.
-                     No. Dámelo. Si no les hice nada.
-                     El parque es nuestro. Tomatelás.
Con el barrilete en la mano, el de gorra se acercó al petiso y al de chaleco, que seguían discutiendo.
-                     Vos hablás porque es gratis, negro. Si tuvieses dignidad, caminarías sin la manopla.
-                     ¿Qué boqueás? ¿Dignidad? ¿Qué es eso?
-                     ¿Me estás jodiendo que no sabés lo que es dignidad?
-           Obvio que te jodo. No leeré a los nazis que colecciona tu viejo, pero por lo menos un diccionario hay en casa.
-                     No son nazis. Son alemanes.
-                     ¿No es lo mismo?
-                     Bueno, a ver si la cortan, che – dijo el de gorra, mientras se metía en el medio de los dos. – El nenito quiere que se lo devolvamos. ¿Qué hacemos?
-                     No sean malos. Dénmelo de vuelta -  pedía Dardo, al borde de la lá­grima.
El de chaleco agarró el barrilete de entre las manos del de gorra. Lo observó dete­nidamente.
-                     Nosotros no somos ni buenos ni malos – dijo. – Esa dicotomía ya no existe.
Le alcanzó el barrilete al morocho.
-                     Calificar en lo bueno y lo malo es simplificar un mundo complejo. Y yo, hablo siempre por mí, no estoy de acuerdo. No todo es blanco o negro.
El de chaleco asintió con la cabeza con la mirada puesta en el morocho, quien, inme­diatamente, quebró las varillas del barrilete con la rodilla e hizo trizas el empapelado rojo. Juntó todo, lo hizo un bollo y, muy amablemente, lo colocó entre las manos del niño Dardo.
-                     Nosotros, simplemente, somos. 

martes, 13 de diciembre de 2011

Albóndigas, la palabra perfecta

Tal conclusión no es más que producto de un postulado matemático y filosófico. Matemático por el hecho que su cantidad de letras es diez, lo cual, significa la perfección (1+2+3+4=10). Además, el poseer las dos primeras letras del abecedario (a y b), supone un componente balcánico de la muestra. Incluso, por si fuera poco, la “a” se encuentra por duplicado, un doble comienzo sin final, un nacer y renacer perpetuo. Filosóficamente, albóndigas sabe rica. Tienta. Es plural porque en singular no basta. El plato, al menos, necesita completarse con tres o cuatro, acompañadas por puré o arroz, según el día. Siempre y cuando sean servidas en plato. También existe la posibilidad del pan o la mano, pero no es lo más recomendable.
Si bien su popularidad no es universal, debería serlo. Es un enigma por qué Latinoamérica no se ha hecho eco de tan suculenta comida, contrariamente a lo logrado en Norteamérica, con películas tales como “Meatballs” (Los incorregibles albóndigas) con Bill Murray, y sus secuelas (sin Bill Murray): Los albóndigas atacan de nuevo, Los albóndigas 3: trabajo de verano y Los albóndigas 4: al rescate. Curioso es el caso de la simpática animada “Cloudy with a chance of Meatballs” (2009), traducida acá como “Lluvia de hamburguesas”. ¿Qué tiene la hamburguesa que no tenga una albóndiga? Incluso su forma es más simpática, por no mencionar su gusto y su denominación, claro está. 
Decir albóndiga requiere abrir ampulosamente la boca, cerrarla para impulsar un fuerte “bo” y culminar con una sonrisa. Pruébelo en su casa, no se puede terminar sin una mueca de felicidad. Como ya lo dijo Aristóteles, el fin último del ser humano es la felicidad. Entonces, qué mejor que decir albóndigas mientras se saborea un buen bocado con salsa de tomate, se llena el estómago y se es feliz.
(Artículo extraído de la Enciclopedia Británica. Traducción de Julián Suegra. ¡Gracias, Julián!)

viernes, 23 de septiembre de 2011

Sobre el tiempo, las canas y las revoluciones

Si las semanas fuesen meses y los días años, estaríamos ante un problema, pues dejaríamos de tener semanas y días, a cambio de meses y de años. Entonces, alguien que mañana cumple treinta años pasaría a tener treinta días, lo que sería equivalente a cuatro semanas, es decir un mes. Es decir, treinta días. Es decir, treinta años. O sea, treinta días. Pero entonces, todo sería lo mismo y nada cambiaría, porque el hombre igualmente cumpliría treinta años. Por consiguiente, la revolución proclamada por el cambio de denominación sería infructuosa. Un fracaso. Una pérdida de tiempo. Que es justamente el propósito contrario de la modificación.