Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

viernes, 15 de octubre de 2010

La dualidad de lo real (¿o lo irreal?)

Había una vez un pueblito que quedaba en un valle perdido, entre unas montañas de las que no recuerdo el nombre; en un tiempo que se me olvidó. Cientos de habitantes poblaban sus verdes praderas; cosechaban trigo, girasol y maíz; dormían la siesta bajo los árboles; cenaban temprano en casa. A las diez de la noche todas las luces se apagaban, cubriendo los hogares con un manto de oscuridad absoluto, hasta llegar al punto de que si un gigante pasase caminando por los alrededores, seguramente no advertiría la presencia del pueblo y lo aplastaría indefectiblemente. Pero, eran los riesgos que la población aceptaba tomar. Todo fuese por unas horas más pegados a la almohada.
El día a día transcurría como en cualquier otro pueblito de valle perdido. El gallo despertaba a los remolones a las ocho de la mañana, la gente salía a trabajar con una sonrisa, los niños cantaban camino a la escuela. Los ancianos salían a la puerta, se sentaban y saludaban, admirando el joven paso de los demás y añorando aquellos años mozos. Las mujeres cocinaban al mediodía y por la tarde labraban la huerta personal, en el jardín trasero de cada vivienda. Pasaba el lechero, el cartero, el mendigo… Los chicos volvían de clases y salían a jugar. La policía atrapaba a los delincuentes, que después, con una palmadita en la espalda, eran perdonados y devueltos a su libertad. El panadero hacía el pan; el zapatero, los zapatos; el pelotero, las pelotas. Todos cumplían con su rol y su posición, armoniosamente y en calma, resultando el orden social garantizado mientras así fuere. La comunidad producía y se reproducía.
Como ya recalcamos, los habitantes preferían descansar cuando caía el sol. No gustaban de salir por la noche, ni a tomar algo con amigos, ni a comer con la familia; ni siquiera se trabajaba. Existía un respeto extremadamente puntilloso por las horas de descanso. Más precisamente, por la hora de soñar.  Se creía que allí surgía un mundo paralelo, lleno de fantasías, deseos irrealizables y sabrosas anécdotas que aumentaban el intelecto, estimulaban la creatividad y combatían el cáncer. Siempre había sido así, desde que los primeros pobladores arribaran al valle. Cuenta la leyenda que la fundación del pueblito se debió a un hermoso sueño del jefe de la expedición que pasaba por ahí, el brigadier Hermindo Onega, quien imaginó un palacio en medio del valle, con él portando una corona de oro y una mujer que no era su esposa a su lado. Esa, se dice, fue la piedra fundacional. Años más tarde, Onega caería por un precipicio en medio de un reconocimiento, sin corona, palacio ni mujer, pero sí con un pueblo en pie, ya asentado. Lo que Onega no pudo suponer fue que esa misma condición mística inmanente al común de los habitantes llevaría al pueblito de valle a su perdición.
La cuestión comenzó a desmadrarse cuando los pobladores se dieron cuenta que compartían sueños.
Primero, por hechos aislados. Por ejemplo, en una familia, un padre contó un chiste muy cómico en  sueños. A la mañana siguiente, los hijos lo felicitaron. O también en un grupo de amigos. Uno de ellos habló sobre la trama de su próxima novela. A la semana, los cinco la habían terminado de escribir, diferenciándola únicamente por el título, no explicitado en el sueño. O el caso del chico mal portado, que insultó a la maestra dormido, y al despertar estaba expulsado de la escuela.
Acontecimientos como estos se repetían y multiplicaban acorde al paso de los días. Los cambios también. La línea divisoria entre sueño y realidad se volvía cada vez menos visible.
El peligro que suponía dejar todo librado a la irracionalidad del inconciente llevó al Concejo Deliberante a declarar el estado de emergencia, por lo que todas las medidas que se tomasen de allí en adelante no surtirían efecto. La misma resolución fue revocada en sueños, aduciendo ahora que no podían atarse a lo frío y pesimista que solía ser la realidad.
La gente soñaba su propia vida, tal vez algo idealizada. Pero su propia vida al fin. Es decir que se levantaban e iban a trabajar. Los niños, al colegio; los aventureros, a sus aventuras. El espacio de ensoñación era el pueblito, algo modificado, aunque se intentaba respetar con igual fidelidad. Si en el sueño aparecía algo que la realidad no condecía, se agregaba, modificaba o construía. Así fue como un hombre llamado Spitz aseguró haber descubierto un castillo entre las montañas, a ocho kilómetros del pueblo. Otros, incrédulos, lo acompañaron en su viaje y dieron fe de la monumentalidad de las tres torres. Enseguida se ordenó su realización, en una obra que duró meses. Los albañiles trabajaban en la realidad, pero en sueños disfrutaban de las bondades del castillo, por lo que la labor se les hizo llevadera.
También se creó un organismo público que atendía sobre estas transformaciones, la Secretaría de la Continuidad.  Si un habitante descubría un error de correlación entre su sueño y la realidad, informaba a la secretaría, quien mandaba a sus inspectores, dormidos, a verificar dicha carencia. Si la confirmaban, inmediatamente ponían manos a la obra con tal de dejar idéntica la imagen de la realidad con respecto al sueño.
Lentamente, la preponderancia de lo onírico se hizo más fuerte. La gente comenzó a acostarse más temprano y despertar más tarde con tal de saborear unas horas adicionales en ese mágico mundo. Claro, para la mayoría, eso suponía una ventaja. Los ancianos no morían en sueños; tampoco tenían dolores, impedimentos o discapacidades. Los hombres hacían que iban a trabajar, pero no lo hacían, ya que al estar dormidos no producían, y entonces se entregaban a la relajación y al goce. Los jóvenes y niños, al no tener exámenes en sueños, ni tareas ni faltas, asistían a clases por la sola costumbre, pero se la pasaban de joda, jugando a la pelota, las cartas, a saltar la soga u organizaban excursiones a lugares imposibles. Total, aunque escapasen, tarde o temprano volverían a su cama. Las mujeres se veían liberadas de las tareas del hogar, porque no se iban a poner a limpiar en sueños. Tampoco había necesidad de cocinar, ya que lo imaginario no alimenta el estómago. Por lo tanto, salían a disfrutar de los pequeños placeres de la vida onírica. Una charla con amigas, un paseo. Quienes, sorprendentemente, la pasaban de maravillas eran los bebés. Como sus mamás los descuidaban, ellos se daban tiempo para imaginar, sentir y decir todo lo que su cerebro emitía. Los resultado eran extraordinarios, pero breves y sin sentido. Cuando la cabeza de un bebé la maquina, la maquina en serio. Lamentablemente, no tendremos registro de ello, porque al despertar, sólo el llanto, la teta y la caca los motivaban.
Los que empezaron a perder cabida fueron los dueños de negocios, dado que la gente prefería dormir antes que trabajar o comprar. Muchos de ellos quebraron, hundiéndose en la miseria, inyectándose pastillas para dormir y así permanecer en ese estado por la eternidad. Luego, todos los acompañarían en sus sentimientos.
El desmadre inicial culminó en catástrofe.
La gente se acostaba de día y despertaba de día. Cuando soñaban, era de día. Por ende, no veían la luna. O sea, la noche. O sea, no dormían. ¿O sí dormían? Eran murciélagos, pero al revés. No, eran hombres. Y mujeres. Y niños. Y bebés. El sueño le ganó a la realidad, porque todos se sentían felices en el sueño, como antes con la realidad. Aunque ahora la realidad era despreciable, por eso acudían a los sueños. Entonces, ¿habían ganado los sueños o la realidad se había trastornado por culpa de la realidad? Interrogantes y más interrogantes que se hacían los sabios. Mientras dormían. Ello les quitaba objetividad. Entonces lo que separaba al sueño de la realidad era el hecho de despertarse. Pero había personas que decían no despertarse nunca, que no recordaban el olor a la mañana, que habían olvidado el sabor de su almohada, el color de sus sábanas. Estas gentes aseguraban estar viviendo un sueño eterno. ¿O sería una realidad? Porque si se pellizcaban, nada sucedía; aunque si no comían, tampoco.
Algunos murieron. Pero no se sabía si esto sucedía en sueños o en la realidad. Por eso sus familiares no los lloraban. Porque en sueños muere cualquiera, se decían. Sin embargo, nadie estaba seguro de vivir una ensoñación o una realidad, los límites se habían perdido. Aunque por las dudas, no derramaban lágrimas. No vaya a ser que al despertar nos los encontremos al lado de nuestra cama, riéndose de nuestro escepticismo.
Los planteos se hacían más y más intrincados. Porque, si estaban en un sueño, quiere decir que existe otro lugar al que ir, la realidad. Pero si esto es la realidad, el otro lugar no es tal, sólo les quedaría ilusionarse con un cielo divino; poco probable para muchos.
Los meses traspasaron a las semanas y la duda mató a varios. El no saber dónde se está desequilibró a cientos de habitantes que terminaron suicidándose, o tratándose de despertar. La dualidad de la realidad, o del sueño, conformó grupos antagónicos, entre quienes se convencían de que todo era realidad, y los que opinaban que el sueño había triunfado. Este intercambio de visiones llevó a largas peleas, las cuales siempre culminaban en muerte. Los del sueño, buscando despertar a los otros y demostrarles su verdad. Los de la realidad, de puros asesinos.
Así, la población se fue diezmando. Padres que no soportaban ya el sueño se ahogaban en el lago junto a toda su familia buscando el despertar, la vuelta al día a día cotidiano. Otros, se arrojaban desde el pico más alto, o se prendían fuego. Algunos, más osados y buscando un efecto retro, se cortaban la cabeza.
Evidentemente, aquel pueblito perdido en el valle se fue esfumando, a medida que sus habitantes desaparecían. Los partidarios del sueño lo abandonaban, con los métodos antes dichos. Los de la realidad, se mudaron, asqueados por tanta violencia. Vacío quedó el territorio. Pasó a la historia, pero ésta no lo tuvo en cuenta. Qué mal que hace, no vaya a ser que a algún intrépido aventurero se le ocurra poner su casa en medio del valle, soñando, tal vez, con un futuro mejor.

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