Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

viernes, 8 de octubre de 2010

Mamá nos guía desde algún lugar del cosmos.

La vida de Arturo era rotundamente aburrida. La rutina lo tenía asfixiado, las obligaciones lo atornillaban a un pasar monótono, magro, insípido. Se levantaba tem­prano, se duchaba, se vestía, desayunaba y salía. Tomaba el colectivo vacío y lo abandonaba repleto. Entraba a trabajar ocho y media, saludaba a su jefe, relojeaba a la secretaria, una petisa regordeta hermosa (para él) y se abocaba enteramente en su tarea. Tras cuatro horas frente a la computadora, completando planillas de cálculo, se hacía el tiempo para ir a comer. Frecuentaba normalmente el mismo restaurante, a donde llegaba siempre solo y se retiraba de la misma manera. A pesar de verlos todos los días, no concretaba diálogo alguno con los mozos, quienes lo identificaban como el señor tristeza, dado que, al elegir, comía pizza, sólo de muzzarella, ravioles, de ricota, helado, de chocolate y vainilla y demás. Los grandes placeres culinarios eran un com­pleto enigma para Arturo. Ya en la oficina, por la tarde, retomaba sus tareas hasta las siete, cuando emprendía la vuelta a casa. Se cocinaba lo que podía, aprovechaba un ratito de su tiempo libre con la tele o el diario, y se acostaba. Diez y media estaba en el sobre, tranquilo, tal vez imaginando qué sería de su vida al día siguiente. Y acertando, seguramente.
Arturo no era un pibe, ya contaba casi los cuarenta y encauzaba su futuro hacia un túnel del cual nunca podría salir. Tenía la paranoica idea que alguien controlaba su vida desde el más allá, que él no podía salirse de esa maldita cotidianeidad que creía aborrecer. Su micro mundo era él y sólo él; no había chicas en su vida, ni amigos, ni sucesos dignos de ser contados. Necesitaba un cambio. Lamentablemente, nadie se lo decía, sus parientes más cercanos no vivían en el país y lo visitaban los años bi­siestos. En realidad tenía un hermano, astronauta, al cual conocía poco y nada. Vivía en Miami y no recibía noticias suyas hacía por lo menos diez años.  Es más: cuando murieron sus padres, Alfredo no quiso hacerse cargo del entierro y desapareció como el más campeón.
Siempre el consentido de mamá- diría Arturo- y ahora, en la mala, me deja así, solari solari. Él siempre tan libre, navegando por el espacio. Pero yo, acá atado. No sé si mamá hubiese querido esto para los dos.
Uno atrás del otro fueron cayendo los viejos, sin previo aviso, dejando al joven desamparado a la buena de nadie, con un miserable departamento y deudas que se acrecentaban mes a mes. Con gran valentía sobrellevó el mal momento. Estudió, se compró un auto, un televisor, y se supuso feliz. Abrigó por un tiempo en su mente las ansias de formar familia, pero el deseo perdió peso, escapó a los recovecos, cual cu­caracha herida, para finalmente disiparse en un mar de lágrimas las cuales Arturo no supo contener.
Un buen día, Arturo se despertó, como siempre, y decidió agregarle pimienta, sagacidad, aventura, a su vida. Así, de sopetón, abandonó el traje que tan pulcra­mente había vestido hasta entonces y dejó su casa. En un acto de altísimo riesgo, tomó el tren, salió de la ciudad y, por primera vez en sus años como profesional, faltó a trabajar. Anduvo en la pesada del conurbano, de bar en bar, buscando locura para su vida. No lo consiguió. Las once de la noche lo hallaron exhausto, con unas ganas indomables de re­tomar la rutina que tanto detestaba. Pero ya de vuelta en casa, se dijo que en un solo día era poco probable lograr tal cometido, por lo que fijó un plazo de siete.
Esa semana, decididamente, no paró. Se animó a todo lo que le producía cu­riosidad. Frecuentó prostíbulos, probó paco, tomó pastillas, se emborrachó, fue al tea­tro, cine, robó, fue preso, salió, viajó, frecuentó prostíbulos, probó paco, fue a la can­cha, al parque, al museo, gastó todos sus ahorros en el casino, frecuentó prostíbulos, recuperó todos sus ahorros en el casino, quemó dinero, lavó dinero, se compró un microondas, caminó por Laferrere, Morón, Ituzaingó, Berisso, llegó a La Plata en su coche nuevo, lo chocó, lo reparó, fumó paco, frecuentó prostíbulos, durmió, vagó, pegó onda con unos pibes, los traicionó, corrió, tiró piedras y acabó en el hospital. Semejante frenesí no le significó más que unas pocas anécdotas, un corte sobre la ceja, y una cuenta de luz enorme, ya que olvidó apagar la del cuarto antes de salir de gira.
Del trabajo lo fletaron, a la petisa nunca más vio, pero se dio cuenta que lo suyo era la rutina, no había nacido para la joda, que la aventura la vivan otros, pensó. Y así, con su carpeta de elásticos bajo el brazo, tomó el colectivo, en busca de un nuevo destino, aburrido, pero adecuado para él, tal y como su madre se lo imagina.

1 comentario:

  1. ¡Excelente! eso no quiere decir que seas el más creativo del gremio ¬¬

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