Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Cástulo Cástulo

Al principio le temía. Los primeros contactos no fueron lo que se dicen agrada­bles. Se me aparecía por sorpresa, en las noches, asomándose en el baño con sus ruidos extraños y ese aspecto poco amigable. Porque Cástulo era verde, con esca­mas. Su ojo cambiaba de color, pero la mayoría de las veces elegía el rojo. De la boca le chorreaba una savia amarillenta, pegajosa, que atraía a las moscas. No tenía patas; simplemente se arrastraba como podía, sin perder nunca la vertical.
Digo que le temía porque nuestros encuentros iniciales daban lugar a la sor­presa. Yo estaba en la ducha, bañándome, y él se me acercaba, en perfecto silencio. Entonces, ante la sombra que se dibujaba en la cortina yo me pegaba un jabón que ni te cuento. La corría y allí estaba él. Inerte, observándolo todo. La primera vez recuerdo que grité como una nena. Él se asustó y se fue. La segunda, intenté golpearlo con el destapador. No pude, se alejó antes que lo embocara. Para la tercera, ya más preve­nido, lo esperé con las canillas cerradas. Le pregunté qué quería de mí, de dónde ve­nía y si me iba a matar. No contestó. Se quedó ahí, en la puerta del baño, quieto. Lo­gré no desesperarme. Tomé aliento y me le fui al humo. Al caer encima suyo resbalé por su piel viscosa y acabé abrazándolo. Se ve que le gustó, porque inmediatamente abrió su enorme bocota y dijo “Cástulo”. Lo repitió siete veces. No me quedó otra que bautizarlo así. Cástulo.
Le encontré un lugar debajo de la cama porque mi departamento no es grande. Bah, es chico, permitiéndome ser sincero. El chabón no amagó con irse jamás. Opor­tunidades no le faltaron. Mi puerta permanece siempre abierta, para ventilar. En ve­rano, para hacer corriente de aire. En invierno, la losa radiante se vuelve insoportable y no queda otra que combatir al calor de la estufa con el frío de afuera, que en realidad es para lo cual se prende la calefacción, para atemperar lo gélido del clima. Pero bueno, son lógicas que mis vecinas no entienden o no pretenden escuchar. En conclu­sión, no sé si es que Cástulo desconocía que por la puerta se salía al mundo exterior, si había forjado una amistad conmigo de grado inseparable o si su misión en La Tierra consistía en vigilarme aquí en mi casa. Curioso sería ello, pues quién querría investi­gar la cotidianeidad de un fracasado escritor de novelas baratas.
Cuando Cástulo llegó a mi vida, la misma se me torcía. Había entrado en una crisis profunda. La presión del laburo como que me asfixiaba, aunque no hacía nada. Era extraño. Andaba en la mala. Mucho bar, mucha noche, mucha joda. Los ahorros que había conseguido en mis primeros años de joven promesa literaria se diluían entre el alcohol, las putas y las putas. No pensaba nuevas ideas, lo dejaba todo para último momento, librado al azar. Me había comprometido a entregar tres novelas a una im­portante editorial hacia mitad de diciembre. Era doce de noviembre y no tenía ni un capítulo terminado. Llevaba dos años con la hoja en blanco. Sólo renglones. Mi carrera se acababa ahí. Benito Benítez no existiría más.
Pero, como decía, apareció Cástulo, para entregarle un poco de aire a mi má­quina creadora. Fue un soplo. Me ordenó, me limpió, me lavó. Su presencia significó un cambio en mi manera de ver las cosas. Dejé los vicios y me entregué al trabajo.
Todo comenzó una noche, la última en que volví borracho. Recuerdo vaga­mente haber devuelto la cena del día anterior en el pasillo y ya no más. El fernet corría por mis venas. Amanecí en la cama, bien tapado, con el pijama puesto. Obra de Cás­tulo, sin lugar a dudas. El vómito no estaba donde lo había olvidado y la  casa relucía. El piso encerado, los muebles pulidos; era demasiado. Mi escritorio emprolijado signi­ficaba una clara señal. Y Cástulo pidiéndome, “Cástulo, Cástulo, Cástulo”, lo que inter­preté como un “dale pibe, no rompas más la bolas, ponete a laburar”. Me impresionó que lo hiciera. Por primera vez yo, Benito Benítez, obedecía una indicación.
Funcionó. Una semana más tarde, habiendo mediado solamente diez horas de sueño en total, la novela estaba terminada. Trataba sobre un joven escritor que, ante el vaciamiento de ideas, contrataba a un anciano extraterrestre para que le contase historias de su mundo. Estas eran de una emotividad intensa y una síntesis narrativa superior, pero, al no cumplir con la lógica terrestre de la introducción, nudo y desen­lace, resultaban un rotundo fracaso comercial. Al final, el escritor se suicida, pero la puerta queda abierta para sospechar que en realidad escapó con el anciano a aquel otro mundo.
La segunda fue una romántica. El chico feo que quiere conquistar a la mina más linda del colegio. Lo logra, pero la chica sufre un accidente y queda paralítica de por vida. Entonces él la deja. Escapa. Y se mata.
La tercera se la dediqué expresamente a Cástulo. En un pueblo, las cosas no andan bien. La cosecha fue mala y los animales mueren de hambre. Los habitantes no encuentran la solución al problema y surgen diferencias entre ellos. Pero aparece un bicho verde. Desciende de los cielos trayendo lluvia y calma para todos. Impone el orden y se va. Luego, se dirá que es Dios. Nunca lo aclaro.
Las tres obras fueron entregadas en tiempo y forma. Carecieron de buena co­mercialización y por ello no repercutieron como deberían haberlo hecho en el público. La crítica se vio sorprendida por mi viraje hacia la ciencia ficción, algo que se dio in­concientemente. Yo cobré, al menos. Y a Cástulo le gustaron. Por lo menos a la última le dedicó diez “Cástulos”.
Luego vinieron épocas buenas. Conseguí publicar mi versión siglo XXI de “Las Mil y una noches”, con un pulpo intergaláctico antropófago en lugar del príncipe ese árabe mata mujeres, y “ipods” en vez de lámparas mágicas. También me le animé al ensayo. Acabé una revisión histórica sobre la influencia marciana en el éxodo jujeño, en la que explico que en realidad los exiliados no seguían a sus generales en la reti­rada, sino a doscientos ovnis que se hicieron presentes en el cielo del Norte argentino. Por eso se apuraron tanto.
Cástulo, en todo ese tiempo, actuó como mi amo de llaves, mi criado; mi líder espiritual. Me cocinaba, lavaba los platos y hacía la cama sin pedir nada a cambio; sólo quería que yo escribiese. Por eso no pude hacer otra cosa más que lamentarme cuando se arrojó por la ventana. Estaba en todo su derecho.
No creo que haya muerto. Seguramente estará en casa de otro hombre, dán­dole ánimos y devolviéndolo al carril correcto de su existencia. O ayudando a algún escritor como yo a librarse de la hoja en blanco y llenarla de tinta. Ojalá sea feliz, es lo único que espero.
Por mi parte, me he casado y tengo dos hermosos hijos. Incursioné en el cine, pero no funcionó. Ahora estoy por sacar mi vigésimo tercera novela. Es un policial gris, como me gusta llamarlo.
Después de Cástulo, nunca más me le animé a la ciencia ficción.  No sé por qué.

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