Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

martes, 30 de noviembre de 2010

Finismundixglucoflex o el viaje de la vida

Alicia despertó ese día con un dolor intenso en las cervicales, producto de una mala posición al dormir. Le costó levantarse, su cuello estaba duro y no quería exigirlo.
- Los años no vienen solos - pensó - pero podrían hacerlo mejor acompañados. Un viaje al Caribe, una visita especial o un buen vino me harían mejor que esta maldita molestia.
Para aliviarla, tomó una píldora celeste que había comprado hacía meses en la farmacia. Era la última que le quedaba.
No sin menos esfuerzo se metió en la ducha. Accionó el botón correspondiente y el agua tibia comenzó a correr por su avejentado cuerpo. Se miraba las manos mientras se enjuagaba, tan arrugadas, traicioneras a la hora de querer esconder la edad. Sus brazos flácidos, su panza arrugada… El tiempo pasa y deja sus huellas por los caminos que recorre.
- ¿Pero cuántas veces entonces habrá pasado por mi frente? – se preguntó, en voz baja e intentando agregarle el humor perdido a la mañana -. Una autopista me dejó el desgraciado.
Cincuenta años atrás, un baño de Alicia resultaba un espectáculo digno de es­piar; hoy, simplemente pensarlo ya se cataloga como de mal gusto.
Con el cabello aún húmedo, Alicia puso la pava en el fuego para prepararse unos mates y acomodó en su cabeza el cronograma de actividades a realizar ese do­mingo.
- Comprar el diario, leerlo, resolver los crucigramas; almuerzo, siesta y visita a lo de Liliana. Después, misa de siete. Cena en la parroquia y al sobre. Ojalá pasen los chicos a la tarde y destruyan todo este estúpido planteo. Pero no los voy a llamar, no, ¿para qué molestarlos? Mejor, les mando un mensajito.
Tras el breve repaso, una mirada alertó sobre un olvido.
- Las baterías para Alejandro, qué despiole si no las compro. De pasada del diariero las traigo.
Tomó su cartera, buscó la llave y salió.
La ronda matutina duró apenas media hora.
A su vuelta, antes de entrar, sintió un ruido que venía de la cocina. Preocu­pada, acercó la oreja a la puerta. Eran las ollas, que golpeaban contra las tazas. El rayador se rebelaba a salir de la alacena.
- Ladrones – se dijo Alicia para sí -. Están buscando mi preciada vajilla. Ilusos, no la encontrarán jamás. Jamás.
Abrió la puerta bruscamente al grito de “no la encontrarán, no la encontrarán”. Pero para su sorpresa, no eran delincuentes quienes husmeaban entre los vasos y los tenedores.
- ¡Alejandro!
Un hombre en pijama bebía un vaso de leche. Tenía el pelo mal cortado, la barba desprolija y una marca de almohada en medio de la cara.
- ¡Qué susto, querido! No te esperaba así tan de repente. Creí que la máquina me iba a avisar cuando volvías.
- ¿Dormí mucho?
- Cincuenta años, tres meses, doce días y cinco horas. Estuviste entre los parámetros normales, según el producto. Contame del trance, ¿qué tal te fue?
- Ahora, esperá que me baño y vengo.

Sin embargo, pocas cosas se dijeron mientras comían los ravioles. Alejandro parecía no tener curiosidad por los grandes inventos de la última mitad de siglo, ni de qué había sido de Alicia en todo ese tiempo, de sus  novedades, la familia o siquiera de su eterno viaje de diez lustros en los que había alcanzado al menos la sanación para su gripe. Alicia sí preguntaba, pero tímidamente, temiendo importunar a su ex marido con algún recuerdo poco feliz.
- Mi teoría falló, evidentemente. Yo creía que cuando despertase iba a tener un hambre voraz. En cambio, no voy a poder terminar el plato; ya estoy lleno.
- Comiste como pajarito -  le dijo Alicia.
- Tanto tiempo acostado me bloqueó el estómago. Las contraindicacio­nes lo sugerían – contestó Alejandro.
- ¿Me vas a contar algo al menos? – sacudió, de sopetón, Alicia.
- Mañana. Hoy estoy cansado.
- Pero si dormiste cincuenta años.
- Lo menos que hice estos cincuenta años fue dormir. Hasta mañana.

Alejandro se retiró al cuarto que con tanto amor y cariño Alicia había mantenido limpio y confortable para él. Tantas horas de cuidarlo, de tratar su cuerpo para que no apeste, de hacerle mantenimiento a la máquina tan mentada en otra época para curar una simple gripe; todo en vano. Alejandro ya no era el Alejandro con quien ella se había casado. Este era un impostor. Un farsante. Un otro que ocupa el cuerpo de quien alguna vez fue el hombre más importante para ella.
Alicia recorrió en su mente los vericuetos de la historia que la habían llevado a aceptar semejante situación, a firmar el divorcio con su noviecito desde la adolescen­cia para permitirle sumergirse en el mundo de los sueños, la anti-materia y el más allá para buscar la sanación de un catarro, el resfrío y el dolor de cabeza crónico que se había pescado en la guerra. “Un viaje de cincuenta años a la tierra de la nada y el todo” rezaba el comercial del producto; el caro y vil “Finismundixglucoflex”.
Pobre Alejandro, sólo él podía caer en esa trampa. Tan emocionado se lo veía los últimos días en que en verdad fue él y no esta copia barata que en nada se ase­meja…
Alicia, por su parte, se quejaba de este presente pero en su interior sabía que el último medio siglo le había dado más alegrías que tristezas. Contaba tres hijos sa­nos, cinco nietos adorables; una familia unida casi envidiable. Viuda hace poco, su segundo marido, el viejo Eddy, nunca protestó por el cuarto cedido a la humanidad, o lo poco que quedaba, de Alejandro y su máquina. Es más, se ofrecía hasta a hacerle el mantenimiento.  Un dulce el viejo Eddy. Los chicos, recordaba, pasaban por encima de Alejandro, le hacían caras y burlas, lo disfrazaban, lo pintaban y jugaban con él. Total, no despertaría para quejarse. Ni siquiera se mosqueaba. Tras un reto de Alicia, se veían obligados a dejarlo en paz; pero volvían, cuando su mamá no se daba cuenta, y continuaban con sus truculentas artimañas.
- En fin finito – se dijo Alicia- no puedo enojarme con Alejandro. Estos cin­cuenta años yo sí los disfruté, no se si él esté en condiciones de decir lo mismo. No voy a enojarme con él porque no me quiera hablar, pobrecito, todo lo que habrá su­frido.
Convencida, llamó a la puerta del cuarto, pero Alejandro no contestaba. ¡Tan rápido se había dormido! Esperó unos minutos. Cansada, entró.
La cama estaba vacía. Tampoco la máquina se encontraba en su lugar de los últimos cincuenta años. Evidentemente, el farsante había escapado. Pero cómo. Alicia generaba hipótesis que se corroboraban y se refutaban continuamente.
- El farsante. El impostor. Esto no es digno de Alejandro. Tal vez le vino miedo. Se asustó. Quería volver. Será su mundo. Quién sabe. ¿Tendría a otra allá? ¿Alguien más joven? No hay mensaje, no dejó cartas, nada. Maldito.
Alicia no se daba cuenta que Alejandro simplemente había desaparecido, había vuelto a su casa, a su verdadera casa. Aquella que lo albergó los últimos cincuenta años. Allí donde formó una familia, donde era alguien, donde lo extrañaban. Ese lugar al que ahora estaba decidido a transportarse en cuerpo y alma. Ahí donde el “Finismundixglucoflex” lo llevaba. A ese planeta llamado Marte.

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