Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Los chicos malos. Episodio 1

El niño Dardo jugaba en el parque con su barrilete, un sábado de otoño. El viento aca­riciaba la cola del cometa rojo, que se bamboleaba con ternura en el cielo despejado. El niño Dardo le había dedicado mucho tiempo a la construcción.  Todo comenzó muy temprano esa mañana, al despertar. Buscó seis ramas en su jardín y se dedicó durante una hora a lijarlas y darles una forma recta, porque, según su abuela, “si están torcidas, te va a salir deforme, nene”. Luego, compró el papel afiche rojo, veinte metros de piola y un sobre de papel glacé en la librería de enfrente. Cinta ya tenía. Con todos los elementos sobre la mesa, estuvo hora y media para contentarse con su trabajo y poder mostrarle, orgulloso, su obra a sus padres, quienes lo felicitaron con una sonrisa. El niño Dardo quiso salir de inmediato a remontar, pero el almuerzo se interpuso ante su deseo y tuvo que apurar la tortilla de papa y el tomate con orégano para ser feliz. Porque eso es lo que era. Un niño feliz, con su barrilete, en el parque, un sábado de otoño.
  Se hicieron las cinco de la tarde. Y con el té, las nubes. El cielo se encapotó en cues­tión de minutos. Dardo tuvo que doblegar esfuerzos para retener el piolín del barrilete, porque el viento soplaba con más y más fuerza. El parque, otrora lleno de gente, se fue quedando desolado. Dardo quitó la vista por un momento del barrilete y observó.  Tres pibes se acerca­ban hacia él, tras haber cruzado la calle. Uno era petiso y morocho. Los otros dos, normales; uno con gorra, el otro con chaleco de jean azul. Para sorpresa del niño Dardo, el petiso y mo­rocho traía en su mano una manopla. Los tres llegaron ante Dardo, que sostenía el barrilete, aún en las alturas. En sus bocas se figuraba una sonrisa.
-                     ¿Me dejás? – preguntó el de chaleco azul.
-                     ¿Nunca remontaste, boludo? – se sorprendió el de gorra.
-                     Alguna vez, cuando era pibe, seguro. – contestó, para luego sacarle a Dardo el piolín de entre las manos.
El barrilete sintió el cambio de dueño. Se alteró. Hizo un vaivén extraño en el aire.
-                     Se te va a caer – dijo el morocho.
-                     Callate.
Efectivamente, el barrilete sucumbió ante los intentos del de chaleco azul y encontró el agrio sabor del pasto.
-                     Hablo al pedo. Dos de dos voy hoy.
-                     Negro, tus estadísticas no existen. Era obvio que se iba a nublar, lo vinie­ron diciendo toda la semana. No te subas al poni.
-                     El poni  tu vieja.
-                     Negro, la boca.
-                     Perdón, mami.
El niño Dardo corrió a buscar su barrilete. Estaba intacto. Lo intentó levantar, pero el pie del de gorra se lo impidió. Con el barrilete bajo su zapato, empujó a Dardo.
-                     Nene, no jodas. Ahora es nuestro.
-                     No. Dámelo. Si no les hice nada.
-                     El parque es nuestro. Tomatelás.
Con el barrilete en la mano, el de gorra se acercó al petiso y al de chaleco, que seguían discutiendo.
-                     Vos hablás porque es gratis, negro. Si tuvieses dignidad, caminarías sin la manopla.
-                     ¿Qué boqueás? ¿Dignidad? ¿Qué es eso?
-                     ¿Me estás jodiendo que no sabés lo que es dignidad?
-           Obvio que te jodo. No leeré a los nazis que colecciona tu viejo, pero por lo menos un diccionario hay en casa.
-                     No son nazis. Son alemanes.
-                     ¿No es lo mismo?
-                     Bueno, a ver si la cortan, che – dijo el de gorra, mientras se metía en el medio de los dos. – El nenito quiere que se lo devolvamos. ¿Qué hacemos?
-                     No sean malos. Dénmelo de vuelta -  pedía Dardo, al borde de la lá­grima.
El de chaleco agarró el barrilete de entre las manos del de gorra. Lo observó dete­nidamente.
-                     Nosotros no somos ni buenos ni malos – dijo. – Esa dicotomía ya no existe.
Le alcanzó el barrilete al morocho.
-                     Calificar en lo bueno y lo malo es simplificar un mundo complejo. Y yo, hablo siempre por mí, no estoy de acuerdo. No todo es blanco o negro.
El de chaleco asintió con la cabeza con la mirada puesta en el morocho, quien, inme­diatamente, quebró las varillas del barrilete con la rodilla e hizo trizas el empapelado rojo. Juntó todo, lo hizo un bollo y, muy amablemente, lo colocó entre las manos del niño Dardo.
-                     Nosotros, simplemente, somos. 

martes, 13 de diciembre de 2011

Albóndigas, la palabra perfecta

Tal conclusión no es más que producto de un postulado matemático y filosófico. Matemático por el hecho que su cantidad de letras es diez, lo cual, significa la perfección (1+2+3+4=10). Además, el poseer las dos primeras letras del abecedario (a y b), supone un componente balcánico de la muestra. Incluso, por si fuera poco, la “a” se encuentra por duplicado, un doble comienzo sin final, un nacer y renacer perpetuo. Filosóficamente, albóndigas sabe rica. Tienta. Es plural porque en singular no basta. El plato, al menos, necesita completarse con tres o cuatro, acompañadas por puré o arroz, según el día. Siempre y cuando sean servidas en plato. También existe la posibilidad del pan o la mano, pero no es lo más recomendable.
Si bien su popularidad no es universal, debería serlo. Es un enigma por qué Latinoamérica no se ha hecho eco de tan suculenta comida, contrariamente a lo logrado en Norteamérica, con películas tales como “Meatballs” (Los incorregibles albóndigas) con Bill Murray, y sus secuelas (sin Bill Murray): Los albóndigas atacan de nuevo, Los albóndigas 3: trabajo de verano y Los albóndigas 4: al rescate. Curioso es el caso de la simpática animada “Cloudy with a chance of Meatballs” (2009), traducida acá como “Lluvia de hamburguesas”. ¿Qué tiene la hamburguesa que no tenga una albóndiga? Incluso su forma es más simpática, por no mencionar su gusto y su denominación, claro está. 
Decir albóndiga requiere abrir ampulosamente la boca, cerrarla para impulsar un fuerte “bo” y culminar con una sonrisa. Pruébelo en su casa, no se puede terminar sin una mueca de felicidad. Como ya lo dijo Aristóteles, el fin último del ser humano es la felicidad. Entonces, qué mejor que decir albóndigas mientras se saborea un buen bocado con salsa de tomate, se llena el estómago y se es feliz.
(Artículo extraído de la Enciclopedia Británica. Traducción de Julián Suegra. ¡Gracias, Julián!)

viernes, 23 de septiembre de 2011

Sobre el tiempo, las canas y las revoluciones

Si las semanas fuesen meses y los días años, estaríamos ante un problema, pues dejaríamos de tener semanas y días, a cambio de meses y de años. Entonces, alguien que mañana cumple treinta años pasaría a tener treinta días, lo que sería equivalente a cuatro semanas, es decir un mes. Es decir, treinta días. Es decir, treinta años. O sea, treinta días. Pero entonces, todo sería lo mismo y nada cambiaría, porque el hombre igualmente cumpliría treinta años. Por consiguiente, la revolución proclamada por el cambio de denominación sería infructuosa. Un fracaso. Una pérdida de tiempo. Que es justamente el propósito contrario de la modificación. 

viernes, 18 de marzo de 2011

Compendio de Descartes II

Cuando Descartes encaraba al rival por el andarivel derecho, dudaba entre tirarla larga y correr o endulzar las palmas con una finta ridiculizante. Semejante disquisición lo llevaba a negar la materialidad del defensor, ya que tal vez sus sentidos lo estaban engañando. La duda se convertía en certeza con la artera patada implantada en su tibia izquierda, para preocupación de sus fanáticos y del camillero, que detestaba sus plegarias hacia Dios.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Compendio de Descartes

A René Descartes, histórico volante derecho del Auxerre francés, las hinchadas rivales le cantaban: "Oooohhhh/ Descartes no existí/ no existí/ no existí/ Descartes no existíiiii. Entonces, él contaba hasta diez. Se tranquilizaba, pensaba, y luego sonreía.

lunes, 7 de febrero de 2011

Capítulo IV

A la mañana siguiente, todos los diarios hablaban de la barbarie en el clásico y repro­chaban la actitud del D.T. del Lobo. Los dirigentes de Gimnasia tampoco apoyaron la actitud de Cubila y esperaban una sanción.
Alfredo Cubila había violado la Ley del Deporte por trasladar la violencia dentro del campo de juego.
También veía que sus sueños de ser un entrenador exitoso se iban por la borda.
Él, en su interior, sabía que había estado mal. Igualmente pensaba, como tantos otros, que Mendoza se lo tenía merecido.
Cuatro días más tarde el Tribunal de Disciplina lo citó para tratar su tema.
Cubila se defendió diciendo que el árbitro lo provocaba y que su acto fue inconsciente. Luego se arrepintió de lo que había hecho.
El Tribunal decidió hacerle pagar una multa y le dio veinticinco fechas de suspensión.
Cubila se deprimió. Ahora sí la tenía difícil. Estuvo tres días encerrado en su casa hasta que recapacitó e hizo lo que debía.
Levantó el teléfono y discó:
_ ¿Hola?_ dijo una voz muy varonil.
_ Hola, ¿don Arturo?_preguntó Cubila.
_ Sí_ dijo la voz_, ¿quién habla?
_ Soy yo, Alfredo Cubila_ dijo éste.
_ ¿Cubila, el de Gimnasia?_ preguntó Arturo.
_ Sí, sí_ dijo Alfredo, esperando una respuesta.
Arturo Mendoza, el referí, se quedó sin palabras.
_ Oiga_ dijo Cubila: yo sé que estuve mal y por eso llamo para disculparme, ¿vió? La calentura del partido me llevó a cometer semejante atrocidad.
_ Quédese tranquilo_ dijo Mendoza_   ; ya está, ya pasó, mi mandíbula me duele un poco pero nada más.
_ Bueno, me alegro que me perdone_ dijo Cubila.
_ Pero usted recibió una flor de sanción, ¿no?_ preguntó Mendoza.
_ Y, a veces ganás, otras veces perdés_ dijo Cubila.
_ Bueno, ojalá nos volvamos a ver, ¿va a volver a dirigir?_ preguntó el referí.
_ No creo, porque me rescindieron el contrato en Gimnasia y con la sanción que tengo, mejor no vuelvo al fútbol_ explicó Alfredo.
_ Ah, qué lástima. Bueno, fue un gusto_ se despidió Mendoza.
_ Hasta siempre, Arturo_ dijo Cubila.
_ Adiós, Alfredo_ dijo Mendoza.
Y cuando sacaban el oído del tubo, se escuchó:
_ Eh, Mendoza_ dijo, rápidamente, Cubila.
_ ¿Si?
_ Lo que cobraste el sábado no existe. No hay penal_ dijo Cubila.
_ Mi desempeño esa noche fue excelente, Cubila_ respondió Mendoza.

FIN.

jueves, 3 de febrero de 2011

Capítulo III

Cubila se dirigió hacia su vestuario para alentar al equipo que realmente lo necesitaba y, al ingresar dijo:
_ Vamos, vamos muchachos, que lo tenemos ahí. Vamos a jugar tranquilos, a tocar la pelota y buscar los huecos. Ellos están muertos y nos van a dejar espacios en el fondo. Tranquilos, aunque el árbitro incline la cancha, nosotros podemos, ¿eh? Pero, por favor, ¿podemos meter un poco más? Ellos no son Real Madrid. Háganlo por la gente que nos banca siempre a muerte. ¡Vamos carajo!
Alfredo habló un rato más y luego se dirigió al vestuario del árbitro.
Tocó la puerta y pidió entrar. Se lo negaron. Pidió entrar nuevamente, pero también se lo negaron. Entonces pidió hablar con Mendoza, que, finalmente, aceptó pero fuera del vestuario, en la puerta.
Allí se juntaron varios periodistas gráficos, radiales y de televisión. La zona era un infierno.
_ Mendoza, no mide con la misma vara_ dijo Cubila.
_ Mi desempeño es excelente_ dijo Mendoza, con orgullo.
_ Para chistes no estamos Mendoza_ bromeó Cubila.
_¡Callesé!- dijo Mendoza, ofendido_ ¡Vaya a su vestuario!
_ Deme las explicaciones del penal_ dijo Cubila
Un Mendoza muy furioso dijo:
_Vuelva a su vestuario o no vuelve al campo de juego, porque lo expulso, señor.
Y Mendoza dio un portazo.
_ Ladrón, corrupto_ gritó Cubila, que también recordó a la familia de Mendoza.
Luego la situación se descomprimió y el entrenador del Lobo volvió a su camarín.
Y más tarde volvieron al verde césped de La Plata.
Y comenzó el segundo tiempo.
Gimnasia mejoró bastante y consiguió el empate con un centro desde la derecha que el wing izquierdo logró conectar.
La locura invadió a Cubila, que entró al campo de juego a gritarlo con alma y vida y se lo dedicó al réferi.
Mendoza lo miró de una manera que causaba miedo y entonces Cubila desvió la mi­rada.
El partido se reanudó.
A los veinticinco minutos del segundo tiempo el diez del Pincha se iluminó y marcó un gol luego de una jugada maradoniana.
Cubila no lo podía creer, porque Gimnasia había sido más que su rival en la segunda parte.
Más tarde, en una jugada desafortunada, al mejor jugador de Gimnasia en todo el partido se le fue la pierna  pegó un patadón tremendo al pobre lateral izquierdo Pin­cha. Igualmente, no era para expulsión, sino amarilla, pero el árbitro no lo vió así y lo mandó a las duchas.
Ese fue el punto de ebullición, la gota que rebalsó el vaso, pues Cubila se puso más que loco con el árbitro. Ingresó a la cancha, lo mandó a quién sabe dónde y le dio un trompón de derecha en el medio de la mandíbula. Mendoza quedó tirado en el piso, pero pudo continuar.
Su gesto fue festejado por toda la cancha  Cubila se tuvo que ir expulsado.
Luego el partido siguió y finalizó 2-1 a favor de Estudiantes.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Capítulo II

El torneo comenzó de manera irregular para el Lobo. De los siete encuentros disputa­dos, había ganado tres, empatado dos y perdido otros dos. Había cosechado once pun­tos con catorce goles a favor y siete en contra, ubicándose en la sexta posición, a seis puntos del líder.
Cubila estaba conforme con el arranque, pero hubiera preferido algunos puntos más para tener margen de error durante el resto del campeonato. La sensación del direc­tor técnico era compartida por los hinchas que pensaban que el equipo daba para algo más pero no estaban disconformes con la producción del conjunto.
En la octava fecha se venía Estudiantes, el sábado por la noche, con televisación para todo el país, un gran dispositivo de seguridad que contaba con más de 700 efectivos, y el árbitro era Mendoza.
En el torneo, Mendoza había expulsado diez jugadores en seis partidos y todo el pú­blico, desde la prensa hasta los hinchas, estaban disconformes con su desempeño. Pero el pelado se las arreglaba y seguía como si nada, sacando rojas por todas las canchas donde estaba.
Lo peor era que en declaraciones a una radio había dicho que el clásico platense no lo terminaban los veintidós jugadores.
Estudiantes llegaba como favorito porque se ubicaba segundo, a dos puntos de la cima. Pero era un clásico y la tabla no importaba para la gente. Era matar o morir, y La Plata estallaba.
Pero por suerte no explotó, y llegó el sábado. Era una noche de lluvia y euforia. Hacía frío, porque ya estaban en otoño, pero ni se sentía por la locura de la hinchada.
Primero entró el árbitro Mendoza, acompañado por sus asistentes y recibido con una catarata de insultos y silbidos por parte de las hinchadas. Y luego llegaron los equipos, que ingresaron juntos, y fueron recibidos con algarabía por todo el estadio.
Cuando Cubila llegó al banco de los relevos, fue brutalmente salivado e insultado por la parcialidad local.
Y comenzó el partido.
Cubila daba indicaciones por todos lados porque veía que su equipo no encontraba el camino. Y así fue como llegó el primero del Pincha.
Corrida del volante derecho hasta el fondo, centro atrás y gol del centrodelantero.
Cubila estaba como loco con sus jugadores y el árbitro.
Otro momento trágico del partido. El wing izquierdo de Estudiantes se escapa y es derribado por el central de Gimnasia. Para Mendoza fue penal y expulsión.
Para Cubila no, que se puso como un toro, se quería llevar a todos por delante.
_No tenés derecho, ladrón_ dijo Cubila_ te voy a ir a buscar  y vas a ver. Nos dejás con diez la p… que te p…
Al oír esto, Mendoza se dirigió al banco y avisó:
_La próxima te vas, ¿eh?_ le gritó al juez_ ¡callate y sentate, y dejate de joder!
_ ¡Pero no hay penal!_ gritó Alfredo, que fue contenido por su ayudante de campo.
El penal fue desviado por el volante central del Pincha, por arriba del travesaño. Esto le dio un poco de aire al entrenador.
El partido se volvió duro, áspero  muy aburrido, porque no había llegadas claras al arco contrario.
El primer tiempo estaba finalizando cuando un jugador de Gimnasia entró al área y fue derribado.
_ ¡Foul, foul, penal!_ gritó exaltado Cubila.
_ Siga, siga_ dijo Mendoza, que unos segundos después, finalizó la primera mitad.
Inmediatamente Cubila lo fue a buscar a la mitad de la cancha a reclamarle la falta.
_ Fue claro_ gritó Cubila_, fue más penal que el de ellos.
El juez, sin inmutarse, lo ignoró y se retiró.
Un reportero que vió la escena le acercó el micrófono a Cubila, que dijo:
_ Estos arbitrajes son lamentables, una vergüenza, nos robó el primer tiempo. Ya va a ver el caradura este_ dijo Cubila a la televisión y se retiró del campo de juego.

martes, 1 de febrero de 2011

Fuera de juego

Capítulo I

Alfredo Cubila era un ex jugador de fútbol. También era apasionado por él y éste era su vida. Al final de la temporada recibió un llamado para dirigir a Gimnasia y Es­grima La Plata, y lo aceptó. Era un desafío importante para él porque volvía a dirigir un el fútbol argentino después de mucho tiempo y en un equipo grande de primera como lo es el platense.
En el verano comenzó la pretemporada con el plantel en Mar del Plata. Con la llegada de los refuerzos que él había pedido, todos dieron al equipo como candidato al título. Alfredo también estaba entusiasmado con su equipo porque en las prácticas le había respondido como él quería.
Cuando la pretemporada llegaba a su fin, se realizó en la AFA una cena para dirigen­tes, cuerpo técnico y réferis del torneo con carácter de reunión. Se recordó el “fixture” y se revisó nuevamente el reglamento. Alfredo concurrió a esta cena para estar más conectado con el ambiente futbolístico. Allí se encontró con el pelado Mendoza, Ar­turo Mendoza, el juez más inflexible que existía. Era muy serio y correcto. El cam­peonato anterior se lo había perdido por un desgarro, pero ahora volvía.
Cubila nunca lo había visto en persona, entonces aprovechó la ocasión para conocerlo y desearle suerte.
_Hola don Mendoza, ¿cómo está?_ dijo Cubila.
Mendoza lo vió. Enseguida lo ubicó por su pasado como futbolista. Le dio la mano y le respondió:
_Bien, gracias Cubila. ¿Así que está en Gimnasia?
_Sí, sí_ respondió Alfredo.
_Buen plantel_ opinó Mendoza_ vamos a ver cómo se portan este torneo, ¿eh?. Por­que el año pasado ya tuve algunos inconvenientes allá en La Plata.
_Y, la hinchada no lo aprecia_ dijo Cubila.
_Nadie me quiere mucho en el fútbol_ dijo Arturo_, y eso me gusta.
_Ah, mire usted_ dijo Cubila, a quien tampoco le gustaba mucho cómo dirigía Men­doza.
_Bueno, me retiro_ dijo Mendoza.
_Suerte en el campeonato_ dijo Cubila.
_A usted también_ replicó Mendoza.
Y los dos se separaron.

miércoles, 12 de enero de 2011

Curso de filosofía barato. Hoy: Los Arqueros.

El de arquero es un puesto racista si los hay. Nunca un negro ha podido destacarse bajo los tres palos. En la categoría no entran los morochos, como los colombianos Córdoba, Mondragón o el ahora blanco René Higuita. Fijensé. El suplente de Francia, Mandanda, es uno de los pocos que se destaca. Tal vez el portero del Mazembe, Kidiaba, provocó un cierto ruido en el último Mundial de Clubes; pero nada más. (Sus atajadas fueron sobrevaloradas por sus festejos.) Una luz (negra) de esperanza se eyectó con el golero de Ghana en el Mundial: Richard Kingson. El torneo fue bueno para él, pero Abreu se la picó y el apagón lo invadió. Era obvio que Washington Sebastián iba a definir así. Hay que estudiar a los rivales. Todo buen arquero lo sabe. Carlos Salvador Bilardo dijo alguna vez que en África se juega sin arcos. Así quiso explicar la poca contundencia de los seleccionados de aquel país. Desde acá damos vuelta el ejemplo y advertimos: si se juega sin arcos, no hay arqueros; por ende, la enseñanza desde pequeños es nula. He allí el problema. No hay goles ni arqueros. No hay fútbol. Pobres negros, lo único que hacen es jugar a la pelota.

lunes, 10 de enero de 2011

Las cosas tienen algo que contarnos

          Abel, definitivamente, no era de ese tipo de gente que cree que las cosas tie­nen cosas para decirnos, si se me permite la redundancia y vulgaridad de tal expre­sión. Es por ello que ya no respira.
 Cosa curiosa, se dirá usted; ¿qué cosas puede una cosa querer demostrarnos, si su acción cosificada propia de las cosas le impide lo que entre el vulgo y los mucha­chos llamamos vivir, y por ende hablar, sentir, pensar; expresarse? Yo también me lo pregunto, a lo largo de muchas, muchas y muchas horas. Sin lugar a dudas, es una cuestión existencial entre los humanos, no entre las cosas. Las cosas no se preguntan las cosas, sino que las hacen. Aquí subrayamos, porque corremos riesgo de caer en contradicciones: si las cosas hacen, ¿será que viven? ¿Hacen las cosas por si solas o necesitan de una mano amiga que las acompañe en la tarea? ¿Acaso las cosas aco­san? Es así como entramos en un círculo de eterno retorno del cual jamás podremos salir y nuestras mismas respuestas generarían nuevos interrogantes, que volveríamos a responder y así, y así, y así. Llegado un momento cúlmine, el anti-clímax de la se­cuencia, claudicaríamos en nuestros esfuerzos, por algo que se llama cansancio. Pero las cosas no se cansan. Porque no viven. Así, otra vez, nos encontramos ante el pre­cipicio de la trampa.
Volviendo a la situación que nos atañe, la no creencia de Abel en las cosas y toda la bola lo cegó y lo llevó a la muerte.
 La historia comienza y termina una tarde de mayo, cuando nuestro amigo salió de su casa y no supo notar el mensaje subliminal que el atasco de la llave de entrada en la cerradura quiso expresar, o el hecho de que el felpudo se metiera por debajo de la puerta, buscando imposibilitar su salida al mundo exterior, ese al cual nunca tendría que haberse sometido. Seguramente, el felpudo, si tuviese cuerdas vocales para co­municarse con Abel, le hubiera dicho: “Señor Abel; bienvenido; no lo haga; bienvenido; no salga; bienvenido; es peligroso; bienvenido; no volverá; welcome.” Un felpudo bilin­güe; misterios del universo. Pero recordemos: Abel no escuchaba a las cosas.
La amenaza, según las noticias, eran probabilidades sobre probabilidades y maneras de atajarse. Sucede a menudo. El hombre del tiempo anuncia fuertes vientos y granizo, pero nunca certezas. La familia de Abel espera que algún día la meteorolo­gía se vuelva una ciencia exacta. Así, se habrían ahorrado un viaje al cementerio cada día quince.
El cielo encapotado daba la ventaja al hombre del tiempo; se podía imaginar un aluvión de piedras en cualquier momento. El nuevo Peugeot cinco puertas no debía sufrir tal ataque, simplemente por ello, porque era nuevo y sería una lástima ver su chapa abollada y tener que pagar después una fortuna en el arreglo.
El último recorrido de Abel sería corto. Por las tres cuadras y por la muerte que acechaba en el mismo. Al salir de su casa, una bolsa de supermercado, perdida en la marea del viento, se estrelló en su cara, buscando impedir la continuidad de la marcha y concientizarlo en volver a su casa. No lo logró. Abel la removió con asco de su ros­tro, se quitó el pegote con que lo manchó y aceleró el paso.
Las plantas no son cosas, porque respiran, crecen y mueren. Aunque hay quienes las confunden y en la generalización así las denominan. Por lo tanto, para algunos entrarán en nuestra teoría, para otros no. Depende de quién lo mira y cómo. Pero para no extendernos más en disquisiciones que lo único que harán será alargar la agonía de Abel, a pesar de que ya esté muerto, vamos al grano de la cuestión. Nota al pie: ¿son los granos plantas o cosas? Pertenecen al reino vegetal, pero no tienen entidad como tales. Son más cosa que planta. Para solucionarlo, retrotraigamos y di­gamos: vamos al punto central de la cuestión. Abel, al trote, pudo esquivar la rama de un árbol de caía justo delante suyo para frenarlo. También evadió una maceta que se soltó desde un quinto piso; mal ajustada por sus dueños; los peligros cotidianos de la ciudad.
Al fin llegó a su Peugeot, que encendió al instante, confiado en una falsa espe­ranza, pues la salvación no era posible. El estacionamiento quedaba a cuatro cuadras nomás. En un tiempo récord de quince segundos, ya vislumbraba el cartel azul con la “E” gigante. Pero en el camino, un enemigo. Porque las cosas no siempre son buenas, algunas existen para perjudicar a los humanos. La cortina de hierro de la entrada del estacionamiento se cerraba ante la atónita mirada de Abel. El cielo rugía, se venía la tormenta. Poco a poco la persiana fue bajando, y cuando el Peugeot se quiso lanzar bajo su protección, ya era tarde. La bocina no sirvió para despabilar a los empleados, quienes habían huido temiendo la inundación.
Solo ante la inmensidad de la calle, en la gran ciudad, Abel vio por el espejo retrovisor como un arrasante alud bajaba por la colina destruyendo todo en su camino. Recién ahí se dio cuenta que el final ya estaba escrito. Maldito hombre del tiempo. Si hubiese pronosticado aludes, él no se encontraría allí. Pero no, sólo había avisado del granizo; y su Peugeot nuevo pasaría a mejor vida, si es que vale el concepto para las cosas. Las disquisiciones anteriores nos indicaban que no, pero ahora podemos congeniar una teoría en la que las incluya a las cosas como entes, es decir, que son en tanto son, o sea, siendo. Porque las cosas, dependiendo de quién las vea, tienen propiedades humanas, como por ejemplo la de compañía. Los duendes de jardín son históricamente reconocidos por tal capacidad; la de alegrar con sus sonrisa indiferente las mañanas de nuestros ancianos.
La Play Station 3 es una cosa, pero me haría muy feliz con el solo hecho de ser, de estar en mi casa, de permitirle a mis dedos pasearse por sus botones. Es decir, que la propiedad de las cosas de transmitir es inmanente a ellas, es decir, surgen de su propia naturaleza. Ergo, las cosas tienen naturaleza. Por más que suene intrincado y confuso. El ser humano le entrega un pedazo de su vitalidad en la fabricación.
Entonces, como conclusión: lo que las cosas cosifican son las cosas misma por intermedio de los hombres. El fin de las cosas vendrá de la mano del fin de los hombres. ¡Qué cosa, che!

martes, 4 de enero de 2011

Curso de filosofía barato. Hoy: La Libertad.

La libertad en su estado puro no es más que una ilusión humana. No existe. Es aplicable para los animales (las aves sobre todo) pero nunca jamás para las personas. Lo curioso de la cuestión es que el hombre lucha constantemente con el supuesto de hacerlo por mayor libertad. Una libertad que resulta ser vaga, imprecisa y encadenante; contradictoria. La lucha, en realidad, no conlleva como finalidad suprema la tan mentada libertad, sino que son otros los atributos trascendentales para la humanidad.  La libertad es secundaria, lo importante es crear condiciones dentro de las cuales la completa humanidad se halle realizada. Las estructuras en la vida social existen de por sí, son indestructibles aunque modificables. Pero se reproducen con el desarrollo propio de la vida, pues entonces no desaparecerán jamás. A pesar de todo lo antes dicho, existe la posibilidad de ser libre por un momento. Pero es eso, sólo un momento, como pide Vicentico.  Cuando uno se libera de sus determinaciones y cambia completamente, en ese instante, si se le saca una foto, veremos un hombre libre. Por suerte (o lamentablemente, de acuerdo a quién lo mire) el individuo que ha abandonado sus anteriores características, adopta otras, entrando de esa manera a la estructuración correspondiente y viendo sus alas cortarse, de sopetón y sin aviso.