Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

lunes, 10 de enero de 2011

Las cosas tienen algo que contarnos

          Abel, definitivamente, no era de ese tipo de gente que cree que las cosas tie­nen cosas para decirnos, si se me permite la redundancia y vulgaridad de tal expre­sión. Es por ello que ya no respira.
 Cosa curiosa, se dirá usted; ¿qué cosas puede una cosa querer demostrarnos, si su acción cosificada propia de las cosas le impide lo que entre el vulgo y los mucha­chos llamamos vivir, y por ende hablar, sentir, pensar; expresarse? Yo también me lo pregunto, a lo largo de muchas, muchas y muchas horas. Sin lugar a dudas, es una cuestión existencial entre los humanos, no entre las cosas. Las cosas no se preguntan las cosas, sino que las hacen. Aquí subrayamos, porque corremos riesgo de caer en contradicciones: si las cosas hacen, ¿será que viven? ¿Hacen las cosas por si solas o necesitan de una mano amiga que las acompañe en la tarea? ¿Acaso las cosas aco­san? Es así como entramos en un círculo de eterno retorno del cual jamás podremos salir y nuestras mismas respuestas generarían nuevos interrogantes, que volveríamos a responder y así, y así, y así. Llegado un momento cúlmine, el anti-clímax de la se­cuencia, claudicaríamos en nuestros esfuerzos, por algo que se llama cansancio. Pero las cosas no se cansan. Porque no viven. Así, otra vez, nos encontramos ante el pre­cipicio de la trampa.
Volviendo a la situación que nos atañe, la no creencia de Abel en las cosas y toda la bola lo cegó y lo llevó a la muerte.
 La historia comienza y termina una tarde de mayo, cuando nuestro amigo salió de su casa y no supo notar el mensaje subliminal que el atasco de la llave de entrada en la cerradura quiso expresar, o el hecho de que el felpudo se metiera por debajo de la puerta, buscando imposibilitar su salida al mundo exterior, ese al cual nunca tendría que haberse sometido. Seguramente, el felpudo, si tuviese cuerdas vocales para co­municarse con Abel, le hubiera dicho: “Señor Abel; bienvenido; no lo haga; bienvenido; no salga; bienvenido; es peligroso; bienvenido; no volverá; welcome.” Un felpudo bilin­güe; misterios del universo. Pero recordemos: Abel no escuchaba a las cosas.
La amenaza, según las noticias, eran probabilidades sobre probabilidades y maneras de atajarse. Sucede a menudo. El hombre del tiempo anuncia fuertes vientos y granizo, pero nunca certezas. La familia de Abel espera que algún día la meteorolo­gía se vuelva una ciencia exacta. Así, se habrían ahorrado un viaje al cementerio cada día quince.
El cielo encapotado daba la ventaja al hombre del tiempo; se podía imaginar un aluvión de piedras en cualquier momento. El nuevo Peugeot cinco puertas no debía sufrir tal ataque, simplemente por ello, porque era nuevo y sería una lástima ver su chapa abollada y tener que pagar después una fortuna en el arreglo.
El último recorrido de Abel sería corto. Por las tres cuadras y por la muerte que acechaba en el mismo. Al salir de su casa, una bolsa de supermercado, perdida en la marea del viento, se estrelló en su cara, buscando impedir la continuidad de la marcha y concientizarlo en volver a su casa. No lo logró. Abel la removió con asco de su ros­tro, se quitó el pegote con que lo manchó y aceleró el paso.
Las plantas no son cosas, porque respiran, crecen y mueren. Aunque hay quienes las confunden y en la generalización así las denominan. Por lo tanto, para algunos entrarán en nuestra teoría, para otros no. Depende de quién lo mira y cómo. Pero para no extendernos más en disquisiciones que lo único que harán será alargar la agonía de Abel, a pesar de que ya esté muerto, vamos al grano de la cuestión. Nota al pie: ¿son los granos plantas o cosas? Pertenecen al reino vegetal, pero no tienen entidad como tales. Son más cosa que planta. Para solucionarlo, retrotraigamos y di­gamos: vamos al punto central de la cuestión. Abel, al trote, pudo esquivar la rama de un árbol de caía justo delante suyo para frenarlo. También evadió una maceta que se soltó desde un quinto piso; mal ajustada por sus dueños; los peligros cotidianos de la ciudad.
Al fin llegó a su Peugeot, que encendió al instante, confiado en una falsa espe­ranza, pues la salvación no era posible. El estacionamiento quedaba a cuatro cuadras nomás. En un tiempo récord de quince segundos, ya vislumbraba el cartel azul con la “E” gigante. Pero en el camino, un enemigo. Porque las cosas no siempre son buenas, algunas existen para perjudicar a los humanos. La cortina de hierro de la entrada del estacionamiento se cerraba ante la atónita mirada de Abel. El cielo rugía, se venía la tormenta. Poco a poco la persiana fue bajando, y cuando el Peugeot se quiso lanzar bajo su protección, ya era tarde. La bocina no sirvió para despabilar a los empleados, quienes habían huido temiendo la inundación.
Solo ante la inmensidad de la calle, en la gran ciudad, Abel vio por el espejo retrovisor como un arrasante alud bajaba por la colina destruyendo todo en su camino. Recién ahí se dio cuenta que el final ya estaba escrito. Maldito hombre del tiempo. Si hubiese pronosticado aludes, él no se encontraría allí. Pero no, sólo había avisado del granizo; y su Peugeot nuevo pasaría a mejor vida, si es que vale el concepto para las cosas. Las disquisiciones anteriores nos indicaban que no, pero ahora podemos congeniar una teoría en la que las incluya a las cosas como entes, es decir, que son en tanto son, o sea, siendo. Porque las cosas, dependiendo de quién las vea, tienen propiedades humanas, como por ejemplo la de compañía. Los duendes de jardín son históricamente reconocidos por tal capacidad; la de alegrar con sus sonrisa indiferente las mañanas de nuestros ancianos.
La Play Station 3 es una cosa, pero me haría muy feliz con el solo hecho de ser, de estar en mi casa, de permitirle a mis dedos pasearse por sus botones. Es decir, que la propiedad de las cosas de transmitir es inmanente a ellas, es decir, surgen de su propia naturaleza. Ergo, las cosas tienen naturaleza. Por más que suene intrincado y confuso. El ser humano le entrega un pedazo de su vitalidad en la fabricación.
Entonces, como conclusión: lo que las cosas cosifican son las cosas misma por intermedio de los hombres. El fin de las cosas vendrá de la mano del fin de los hombres. ¡Qué cosa, che!

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