Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Los chicos malos. Episodio 1

El niño Dardo jugaba en el parque con su barrilete, un sábado de otoño. El viento aca­riciaba la cola del cometa rojo, que se bamboleaba con ternura en el cielo despejado. El niño Dardo le había dedicado mucho tiempo a la construcción.  Todo comenzó muy temprano esa mañana, al despertar. Buscó seis ramas en su jardín y se dedicó durante una hora a lijarlas y darles una forma recta, porque, según su abuela, “si están torcidas, te va a salir deforme, nene”. Luego, compró el papel afiche rojo, veinte metros de piola y un sobre de papel glacé en la librería de enfrente. Cinta ya tenía. Con todos los elementos sobre la mesa, estuvo hora y media para contentarse con su trabajo y poder mostrarle, orgulloso, su obra a sus padres, quienes lo felicitaron con una sonrisa. El niño Dardo quiso salir de inmediato a remontar, pero el almuerzo se interpuso ante su deseo y tuvo que apurar la tortilla de papa y el tomate con orégano para ser feliz. Porque eso es lo que era. Un niño feliz, con su barrilete, en el parque, un sábado de otoño.
  Se hicieron las cinco de la tarde. Y con el té, las nubes. El cielo se encapotó en cues­tión de minutos. Dardo tuvo que doblegar esfuerzos para retener el piolín del barrilete, porque el viento soplaba con más y más fuerza. El parque, otrora lleno de gente, se fue quedando desolado. Dardo quitó la vista por un momento del barrilete y observó.  Tres pibes se acerca­ban hacia él, tras haber cruzado la calle. Uno era petiso y morocho. Los otros dos, normales; uno con gorra, el otro con chaleco de jean azul. Para sorpresa del niño Dardo, el petiso y mo­rocho traía en su mano una manopla. Los tres llegaron ante Dardo, que sostenía el barrilete, aún en las alturas. En sus bocas se figuraba una sonrisa.
-                     ¿Me dejás? – preguntó el de chaleco azul.
-                     ¿Nunca remontaste, boludo? – se sorprendió el de gorra.
-                     Alguna vez, cuando era pibe, seguro. – contestó, para luego sacarle a Dardo el piolín de entre las manos.
El barrilete sintió el cambio de dueño. Se alteró. Hizo un vaivén extraño en el aire.
-                     Se te va a caer – dijo el morocho.
-                     Callate.
Efectivamente, el barrilete sucumbió ante los intentos del de chaleco azul y encontró el agrio sabor del pasto.
-                     Hablo al pedo. Dos de dos voy hoy.
-                     Negro, tus estadísticas no existen. Era obvio que se iba a nublar, lo vinie­ron diciendo toda la semana. No te subas al poni.
-                     El poni  tu vieja.
-                     Negro, la boca.
-                     Perdón, mami.
El niño Dardo corrió a buscar su barrilete. Estaba intacto. Lo intentó levantar, pero el pie del de gorra se lo impidió. Con el barrilete bajo su zapato, empujó a Dardo.
-                     Nene, no jodas. Ahora es nuestro.
-                     No. Dámelo. Si no les hice nada.
-                     El parque es nuestro. Tomatelás.
Con el barrilete en la mano, el de gorra se acercó al petiso y al de chaleco, que seguían discutiendo.
-                     Vos hablás porque es gratis, negro. Si tuvieses dignidad, caminarías sin la manopla.
-                     ¿Qué boqueás? ¿Dignidad? ¿Qué es eso?
-                     ¿Me estás jodiendo que no sabés lo que es dignidad?
-           Obvio que te jodo. No leeré a los nazis que colecciona tu viejo, pero por lo menos un diccionario hay en casa.
-                     No son nazis. Son alemanes.
-                     ¿No es lo mismo?
-                     Bueno, a ver si la cortan, che – dijo el de gorra, mientras se metía en el medio de los dos. – El nenito quiere que se lo devolvamos. ¿Qué hacemos?
-                     No sean malos. Dénmelo de vuelta -  pedía Dardo, al borde de la lá­grima.
El de chaleco agarró el barrilete de entre las manos del de gorra. Lo observó dete­nidamente.
-                     Nosotros no somos ni buenos ni malos – dijo. – Esa dicotomía ya no existe.
Le alcanzó el barrilete al morocho.
-                     Calificar en lo bueno y lo malo es simplificar un mundo complejo. Y yo, hablo siempre por mí, no estoy de acuerdo. No todo es blanco o negro.
El de chaleco asintió con la cabeza con la mirada puesta en el morocho, quien, inme­diatamente, quebró las varillas del barrilete con la rodilla e hizo trizas el empapelado rojo. Juntó todo, lo hizo un bollo y, muy amablemente, lo colocó entre las manos del niño Dardo.
-                     Nosotros, simplemente, somos. 

martes, 13 de diciembre de 2011

Albóndigas, la palabra perfecta

Tal conclusión no es más que producto de un postulado matemático y filosófico. Matemático por el hecho que su cantidad de letras es diez, lo cual, significa la perfección (1+2+3+4=10). Además, el poseer las dos primeras letras del abecedario (a y b), supone un componente balcánico de la muestra. Incluso, por si fuera poco, la “a” se encuentra por duplicado, un doble comienzo sin final, un nacer y renacer perpetuo. Filosóficamente, albóndigas sabe rica. Tienta. Es plural porque en singular no basta. El plato, al menos, necesita completarse con tres o cuatro, acompañadas por puré o arroz, según el día. Siempre y cuando sean servidas en plato. También existe la posibilidad del pan o la mano, pero no es lo más recomendable.
Si bien su popularidad no es universal, debería serlo. Es un enigma por qué Latinoamérica no se ha hecho eco de tan suculenta comida, contrariamente a lo logrado en Norteamérica, con películas tales como “Meatballs” (Los incorregibles albóndigas) con Bill Murray, y sus secuelas (sin Bill Murray): Los albóndigas atacan de nuevo, Los albóndigas 3: trabajo de verano y Los albóndigas 4: al rescate. Curioso es el caso de la simpática animada “Cloudy with a chance of Meatballs” (2009), traducida acá como “Lluvia de hamburguesas”. ¿Qué tiene la hamburguesa que no tenga una albóndiga? Incluso su forma es más simpática, por no mencionar su gusto y su denominación, claro está. 
Decir albóndiga requiere abrir ampulosamente la boca, cerrarla para impulsar un fuerte “bo” y culminar con una sonrisa. Pruébelo en su casa, no se puede terminar sin una mueca de felicidad. Como ya lo dijo Aristóteles, el fin último del ser humano es la felicidad. Entonces, qué mejor que decir albóndigas mientras se saborea un buen bocado con salsa de tomate, se llena el estómago y se es feliz.
(Artículo extraído de la Enciclopedia Británica. Traducción de Julián Suegra. ¡Gracias, Julián!)