Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

sábado, 30 de octubre de 2010

Uno perdido, de dudosa calidad; inédito

Muñiz entra a su casa, algo cansado. Veinte minutos han pasado de la media­noche. Decide no prender la luz para no levantar sospechas con su esposa. Sabe que a ella le disgustan sus llegadas tarde, que no son horas de volver para un hombre ca­sado y respetable. El disgusto pasará a enojo cuando se entere que ha ido de trampa; el enojo transmutará en vaya uno a saber qué cosa cuando se desnude que la tercera en discordia es nada más y nada menos que Isabel Gutiérrez, hermana de la víctima en cuestión, que se encuentra de visita en la ciudad después de quince años. Muñiz no puede esconder tal verdad, su mujer es implacable en cuanto a espionaje se trata.
El sigilo que ha acompañado a Muñiz del zaguán a la cocina es abruptamente interrumpido por un grito. Un grito de sorpresa, de terror, lanzado por el propio Muñiz.
-                     Mi amor, me asustaste, te hacía en la cama.
Susana, apoyada en la mesada con una taza de té en la mano, lo mira.
-                     Levantada tan tarde, ¿a vos te parece? No son horas para una mujer como vos, mañana tenés que madrugar. ¿O no tenés clases a partir de las siete? Dale, dejate de joder.
Susana, apoyada en la mesada con una taza de té en la mano, siquiera se in­muta.
-                     Susana, por favor. Vamos a la cama. Yo también estoy fulmi­nado, tuve un día terrible. Furor de ventas en el negocio, no sabés. Termina­mos cerrando como a las diez…- sabiendo que el bache de dos horas da lugar para pensar, corrige- once, qué digo once, hace veinte minutos nomás. Cerra­mos y me vine derechito para acá.
-                     ¿Qué tal estuvo?
La pregunta lo descoloca un poco.
-                     ¿El negocio? Bien, bien, buen fin de temporada estamos te­niendo. Oscar está satisfecho, y vos sabés cómo es, si él está feliz, todos es­tamos felices.
-                     No te hagas el boludo. Sabés de qué te estoy hablando.
-                     No te entiendo. Te digo, vendimos bien. Vinieron unos coreanos a eso de las ocho…
-                     ¡Roberto!
-                     Querían unas tuercas de no sé qué…
-                     ¡Isabel, Roberto, Isabel!
Colorado se pone el hombre, desencajado totalmente. Se lo veía venir, pero no tan de golpe.
-                     ¿Isabel? ¿Qué pasa con tu hermana? ¿Está bien, se enfermó?
-                     ¿Cómo estuvo?
-                     Pero eso fue ayer, ya te dije. Comimos bien, una lástima que no hayas podido venir. Estaba toda la familia y…
-                     ¡Roberto, contestame la re puta que te parió!
-                     Mi amor, no sé…
-                     ¡Acabo de hablar, Roberto, no te hagas más el pelotudo! De­cime, ¿cómo estuvo?
-                     Pero yo no quería…
-                     ¡Roberto!
Ya vencido, dimite a su defensa.
-                     Bárbaro, bárbaro; como vos hace diez años.
-                     Bien, es todo lo que quería saber. Gracias.
La mujer camina hasta el dormitorio y apaga la luz. El hombre, viendo derro­tado su orgullo, se molesta. Esperaba algo más, tanta parsimonia le quita gloria a su triunfo. Así, herido, toma sus cosas y se va.

viernes, 22 de octubre de 2010

La caída del león Gieco


La cuestión radica en las horas de trabajo. La dirigencia exige que sean once, de cumplimiento efectivo.
- De ocho de la mañana a siete de la noche, como en todos los zoológicos del mundo, señores – dice el abogado Posadas, mano derecha de la familia dueña del predio.- En cuanto a este punto, mi representado no tiene nada más para agregar y su postura es clara e inamovible.
-  Nosotros estamos de acuerdo – acota Páez, el delegado de los cuidadores, quienes siempre se escudan bajo el manto sagrado y la venia de su empleador, el señor H.- Incluso si hubiere que estirarse un tanto, estamos dispuestos a hacerlo, siempre y cuando se computen como horas extras.
- Si las negociaciones continúan así, nos veremos obligados a proseguir con el paro. Hete aquí un claro complot de razas, situación que mi gremio no está dispuesto a soportar. Creemos indigno que los cuidadores se abracen con sus explotadores. Hace quince meses que no impulsan un aumento de sueldo y las condiciones labora­les comienzan a dar lástima. Páez, lo suyo es de la más baja alcurnia – protesta Gieco, el león, líder de los mamíferos y mentor de la huelga.
Un murmullo invade la sala de la administración. Páez se siente tocado, pero no reacciona.
 A la mesa redonda están sentados los ya mencionados Posadas, Páez y Gieco, a quienes se les suman Jack el cerdo, representante de los animales de granja, un sector más moderado que el de los mamíferos; el cóndor Cruz, de las aves, y la boa Franz, de los reptiles, quien por motivos estrictamente físicos no se halla sentado, sino enrollado sobre la mesa. El pulpo Paul, delegado de los acuáticos, no pudo hacerse presente ya que se vio imposibilitado de abandonar la pecera, pero del mismo modo sigue la reunión vía tele-conferencia. 
Hace una semana que el zoológico permanece cerrado al público por una me­dida de fuerza impulsada por el reino animal en conjunto, dadas la precaria situación edilicia en las que tienen que ejercer, el descontento generalizado por la mala calidad de los víveres que se les suministran y las prolongadas jornadas a las que se ven so­metidos. Esta es la tercera reunión de consejo que se realiza; las dos anteriores no consiguieron acercar a ninguna de las partes.
Jack el cerdo toma la palabra.
- Como representante que soy de mis camaradas, he estado dialogando con ellos y me han transmitido sus preocupaciones. El sentimiento generalizado es de in­tentar alcanzar rápidamente un acuerdo. El paro debe levantarse. Lo dicen las vacas, las gallinas y los conejos. Su existencia no tiene sentido sin la caricia o el afecto de los humanos. Las gallinas, por ejemplo, se muestran más delgadas e infelices. El maíz que solían arrojarle los niños por entre los alambres no está más. Me han suplicado que se los devuelva. Los conejos no tienen quien los peine. Las vacas imploran ser ordeñadas por manos tiernas. Tengo, hablando de las vacas, una protesta para con los cuidadores. Las señoras se quejan que no son tratadas de la misma forma desde que estalló la situación. Las ubres son tironeadas con bronca por los cuidadores. Las responsabilizan por algo que no es culpa suya. En conclusión, la granja cede en sus posiciones y se retira a su establo. Acataremos cualquier medida de los patrones, pero elevaremos una nota sumariando las condiciones que nos gustaría mejorar para un futuro.
- ¡Cobarde! – grita Gieco, el león. – ¿Dónde ha quedado la leyenda de Babe, el chanchito valiente? Siempre tan amables ustedes, tan condescendientes con la raza que los domina. Amigos de los perros para peor…
- Las aves estamos de acuerdo con el horario propuesto – suelta el cóndor Cruz. Siempre y cuando se cancelen las visitas nocturnas de los fines de semana.
- Eso es imposible, otorgan ganancias extraordinarias gracias a los extranjeros – explica Posadas. – Sí podemos, y esta es una idea que viene rondando por la ca­beza del señor H desde hace un tiempo, darles franco los días lunes. Lo único, debe­rán prometer no alejarse a más de un kilómetro a la redonda del predio.
- ¿Quiere decir, salir de las jaulas? – inquiere Cruz.
- Así es. Confiamos en ustedes.
- Hecho. Iré a comunicar ya mismo la buena nueva a mis compañeros.
Sin intermediar palabra, el cóndor abre sus alas, las bate y sale por la ventana. Desconoce, como todos los suyos, que al nacer se les ha incrustado un dispositivo que las controla por computadora y les genera una descarga eléctrica si se alejan de­masiado. Su aparente libertad, en dos meses, acabará en terror hacia el más allá de la jaula.
El abogado Posadas se pone de pie. De rostro serio y fino bigote, se acomoda el traje y pregunta:
- Me alegra que sean tan comprensivos. ¿Puedo ahora decirle a mi represen­tado que la casa está en orden y mañana recibiremos visitas?
- Los reptiles decimos sí – contesta Franz, la boa.
A su vez, desde el pequeño visor que lo refleja, el pulpo Paul agrega:
- Creo poder adivinar que mis colegas tampoco tienen problemas. La situación se ha degenerado y aquí queremos volver a la normalidad. Me tendrá que disculpar, señor Gieco, pero algo me dice que debo optar entre dos opciones. Mi respuesta, se­ñor Posadas, es sí. Mis reservas, al igual que el compañero Jack, las adjuntaré en un sumario, a más tardar la semana que viene. Estoy seguro que no me lamentaré en un futuro, mis elecciones son siempre acertadas. Ahora, si me disculpan, tengo que vol­ver a mis meditaciones.
La pantalla donde se veía al pulpo Paul se apaga. La mesa siente un vacío mental.
El león Gieco se muestra enfurecido. La guerra está perdida, la mayoría ha ido en contra suya y de sus salvajes. Con sus garras araña la madera de la mesa y ruge.
- En cuanto a usted y sus secuaces, Gieco – dice el abogado Posadas, en un tono suave y conciliador – serán encerrados en las celdas del fondo por tiempo inde­terminado, bajo los cargos de desacato a la autoridad. Siempre y cuando, ninguno de los miembros del honorable consejo aquí presentes quiera negarse.
Tanto Jack como Franz y el cuidador bajan los ojos y evitan la mirada del león
-Eso es injusto, -  alega Gieco – estamos en democracia. No tienen las faculta­des como para pergeñar algo así. Va contra los reglamentos.
- El único reglamento que tiene vigencia aquí es la palabra del señor H. Se hará lo que él diga. Y soy yo quien recibió sus instrucciones. ¡Guardias! Acompañen al caballero a su celda.
Dos hombres de seguridad aparecen por la ventana y se dirigen hacia Gieco. Lo toman de la melena y lo obligan a acostarse en el suelo.
De repente, el suelo comienza a temblar.
- No tan rápido, Posadas – alguien grita.
El abogado se sorprende al ver a Ibáñez, la hormiga, temida guerrera roja.
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Cómo has entrado?
- La puerta estaba abierta, Posadas – responde Ibáñez. – Hemos venido por­que tenemos una sorpresita para ti. ¡Muchachas!
Al sentir el grito de su comandante, miles, millones de hormigas se abalanzan sobre el cuarto de reunión. Traen consigo el cadáver del señor H.
- Esto es lo que te pasará si continuas con tus malos tratos. Ahora, libera al león y lárgate.
 El abogado Posadas abandona toda prestancia mantenida hasta el momento y se lanza por la ventana. Los hombres de seguridad dudan, pero se retiran también de sus posiciones al verse envueltos en telarañas que bajan desde el techo y perseguidos por cientos de avispas y abejorros.
El reino de los insectos ha acudido al socorro de sus compañeros felinos.
- Gracias, Ibáñez, en verdad les debemos una – se sincera el león Gieco, aún tendido en el suelo, maniatado.
- Descuida, león, sabemos cómo cobrarnos – dice la hormiga. – De ahora en más, el control del zoológico pasará a nuestras manos. Será mejor que tú y tus amigos se busquen un nuevo lugar, porque aquí no queremos verlos. Nunca más.
- Pero eso es imposible. Esto es un zoológico. Los humanos quieren vernos a nosotros. Nuestras gracias, nuestros colores, nuestra ternura. No podés negarles se­mejante disfrute. Les encontraremos un espacio, pero déjennos con lo que es nuestro, por favor.
- Nada de eso, Gieco. Tú estás desterrado, al igual que todos los demás. A partir de ahora nosotros reinaremos. Deja a los humanos, ya se acostumbrarán.

Es a partir de entonces que llamamos zoológico a ese maravilloso lugar donde encontramos insectos. Hermosos, admirables y sorprendentes insectos. 

viernes, 15 de octubre de 2010

La dualidad de lo real (¿o lo irreal?)

Había una vez un pueblito que quedaba en un valle perdido, entre unas montañas de las que no recuerdo el nombre; en un tiempo que se me olvidó. Cientos de habitantes poblaban sus verdes praderas; cosechaban trigo, girasol y maíz; dormían la siesta bajo los árboles; cenaban temprano en casa. A las diez de la noche todas las luces se apagaban, cubriendo los hogares con un manto de oscuridad absoluto, hasta llegar al punto de que si un gigante pasase caminando por los alrededores, seguramente no advertiría la presencia del pueblo y lo aplastaría indefectiblemente. Pero, eran los riesgos que la población aceptaba tomar. Todo fuese por unas horas más pegados a la almohada.
El día a día transcurría como en cualquier otro pueblito de valle perdido. El gallo despertaba a los remolones a las ocho de la mañana, la gente salía a trabajar con una sonrisa, los niños cantaban camino a la escuela. Los ancianos salían a la puerta, se sentaban y saludaban, admirando el joven paso de los demás y añorando aquellos años mozos. Las mujeres cocinaban al mediodía y por la tarde labraban la huerta personal, en el jardín trasero de cada vivienda. Pasaba el lechero, el cartero, el mendigo… Los chicos volvían de clases y salían a jugar. La policía atrapaba a los delincuentes, que después, con una palmadita en la espalda, eran perdonados y devueltos a su libertad. El panadero hacía el pan; el zapatero, los zapatos; el pelotero, las pelotas. Todos cumplían con su rol y su posición, armoniosamente y en calma, resultando el orden social garantizado mientras así fuere. La comunidad producía y se reproducía.
Como ya recalcamos, los habitantes preferían descansar cuando caía el sol. No gustaban de salir por la noche, ni a tomar algo con amigos, ni a comer con la familia; ni siquiera se trabajaba. Existía un respeto extremadamente puntilloso por las horas de descanso. Más precisamente, por la hora de soñar.  Se creía que allí surgía un mundo paralelo, lleno de fantasías, deseos irrealizables y sabrosas anécdotas que aumentaban el intelecto, estimulaban la creatividad y combatían el cáncer. Siempre había sido así, desde que los primeros pobladores arribaran al valle. Cuenta la leyenda que la fundación del pueblito se debió a un hermoso sueño del jefe de la expedición que pasaba por ahí, el brigadier Hermindo Onega, quien imaginó un palacio en medio del valle, con él portando una corona de oro y una mujer que no era su esposa a su lado. Esa, se dice, fue la piedra fundacional. Años más tarde, Onega caería por un precipicio en medio de un reconocimiento, sin corona, palacio ni mujer, pero sí con un pueblo en pie, ya asentado. Lo que Onega no pudo suponer fue que esa misma condición mística inmanente al común de los habitantes llevaría al pueblito de valle a su perdición.
La cuestión comenzó a desmadrarse cuando los pobladores se dieron cuenta que compartían sueños.
Primero, por hechos aislados. Por ejemplo, en una familia, un padre contó un chiste muy cómico en  sueños. A la mañana siguiente, los hijos lo felicitaron. O también en un grupo de amigos. Uno de ellos habló sobre la trama de su próxima novela. A la semana, los cinco la habían terminado de escribir, diferenciándola únicamente por el título, no explicitado en el sueño. O el caso del chico mal portado, que insultó a la maestra dormido, y al despertar estaba expulsado de la escuela.
Acontecimientos como estos se repetían y multiplicaban acorde al paso de los días. Los cambios también. La línea divisoria entre sueño y realidad se volvía cada vez menos visible.
El peligro que suponía dejar todo librado a la irracionalidad del inconciente llevó al Concejo Deliberante a declarar el estado de emergencia, por lo que todas las medidas que se tomasen de allí en adelante no surtirían efecto. La misma resolución fue revocada en sueños, aduciendo ahora que no podían atarse a lo frío y pesimista que solía ser la realidad.
La gente soñaba su propia vida, tal vez algo idealizada. Pero su propia vida al fin. Es decir que se levantaban e iban a trabajar. Los niños, al colegio; los aventureros, a sus aventuras. El espacio de ensoñación era el pueblito, algo modificado, aunque se intentaba respetar con igual fidelidad. Si en el sueño aparecía algo que la realidad no condecía, se agregaba, modificaba o construía. Así fue como un hombre llamado Spitz aseguró haber descubierto un castillo entre las montañas, a ocho kilómetros del pueblo. Otros, incrédulos, lo acompañaron en su viaje y dieron fe de la monumentalidad de las tres torres. Enseguida se ordenó su realización, en una obra que duró meses. Los albañiles trabajaban en la realidad, pero en sueños disfrutaban de las bondades del castillo, por lo que la labor se les hizo llevadera.
También se creó un organismo público que atendía sobre estas transformaciones, la Secretaría de la Continuidad.  Si un habitante descubría un error de correlación entre su sueño y la realidad, informaba a la secretaría, quien mandaba a sus inspectores, dormidos, a verificar dicha carencia. Si la confirmaban, inmediatamente ponían manos a la obra con tal de dejar idéntica la imagen de la realidad con respecto al sueño.
Lentamente, la preponderancia de lo onírico se hizo más fuerte. La gente comenzó a acostarse más temprano y despertar más tarde con tal de saborear unas horas adicionales en ese mágico mundo. Claro, para la mayoría, eso suponía una ventaja. Los ancianos no morían en sueños; tampoco tenían dolores, impedimentos o discapacidades. Los hombres hacían que iban a trabajar, pero no lo hacían, ya que al estar dormidos no producían, y entonces se entregaban a la relajación y al goce. Los jóvenes y niños, al no tener exámenes en sueños, ni tareas ni faltas, asistían a clases por la sola costumbre, pero se la pasaban de joda, jugando a la pelota, las cartas, a saltar la soga u organizaban excursiones a lugares imposibles. Total, aunque escapasen, tarde o temprano volverían a su cama. Las mujeres se veían liberadas de las tareas del hogar, porque no se iban a poner a limpiar en sueños. Tampoco había necesidad de cocinar, ya que lo imaginario no alimenta el estómago. Por lo tanto, salían a disfrutar de los pequeños placeres de la vida onírica. Una charla con amigas, un paseo. Quienes, sorprendentemente, la pasaban de maravillas eran los bebés. Como sus mamás los descuidaban, ellos se daban tiempo para imaginar, sentir y decir todo lo que su cerebro emitía. Los resultado eran extraordinarios, pero breves y sin sentido. Cuando la cabeza de un bebé la maquina, la maquina en serio. Lamentablemente, no tendremos registro de ello, porque al despertar, sólo el llanto, la teta y la caca los motivaban.
Los que empezaron a perder cabida fueron los dueños de negocios, dado que la gente prefería dormir antes que trabajar o comprar. Muchos de ellos quebraron, hundiéndose en la miseria, inyectándose pastillas para dormir y así permanecer en ese estado por la eternidad. Luego, todos los acompañarían en sus sentimientos.
El desmadre inicial culminó en catástrofe.
La gente se acostaba de día y despertaba de día. Cuando soñaban, era de día. Por ende, no veían la luna. O sea, la noche. O sea, no dormían. ¿O sí dormían? Eran murciélagos, pero al revés. No, eran hombres. Y mujeres. Y niños. Y bebés. El sueño le ganó a la realidad, porque todos se sentían felices en el sueño, como antes con la realidad. Aunque ahora la realidad era despreciable, por eso acudían a los sueños. Entonces, ¿habían ganado los sueños o la realidad se había trastornado por culpa de la realidad? Interrogantes y más interrogantes que se hacían los sabios. Mientras dormían. Ello les quitaba objetividad. Entonces lo que separaba al sueño de la realidad era el hecho de despertarse. Pero había personas que decían no despertarse nunca, que no recordaban el olor a la mañana, que habían olvidado el sabor de su almohada, el color de sus sábanas. Estas gentes aseguraban estar viviendo un sueño eterno. ¿O sería una realidad? Porque si se pellizcaban, nada sucedía; aunque si no comían, tampoco.
Algunos murieron. Pero no se sabía si esto sucedía en sueños o en la realidad. Por eso sus familiares no los lloraban. Porque en sueños muere cualquiera, se decían. Sin embargo, nadie estaba seguro de vivir una ensoñación o una realidad, los límites se habían perdido. Aunque por las dudas, no derramaban lágrimas. No vaya a ser que al despertar nos los encontremos al lado de nuestra cama, riéndose de nuestro escepticismo.
Los planteos se hacían más y más intrincados. Porque, si estaban en un sueño, quiere decir que existe otro lugar al que ir, la realidad. Pero si esto es la realidad, el otro lugar no es tal, sólo les quedaría ilusionarse con un cielo divino; poco probable para muchos.
Los meses traspasaron a las semanas y la duda mató a varios. El no saber dónde se está desequilibró a cientos de habitantes que terminaron suicidándose, o tratándose de despertar. La dualidad de la realidad, o del sueño, conformó grupos antagónicos, entre quienes se convencían de que todo era realidad, y los que opinaban que el sueño había triunfado. Este intercambio de visiones llevó a largas peleas, las cuales siempre culminaban en muerte. Los del sueño, buscando despertar a los otros y demostrarles su verdad. Los de la realidad, de puros asesinos.
Así, la población se fue diezmando. Padres que no soportaban ya el sueño se ahogaban en el lago junto a toda su familia buscando el despertar, la vuelta al día a día cotidiano. Otros, se arrojaban desde el pico más alto, o se prendían fuego. Algunos, más osados y buscando un efecto retro, se cortaban la cabeza.
Evidentemente, aquel pueblito perdido en el valle se fue esfumando, a medida que sus habitantes desaparecían. Los partidarios del sueño lo abandonaban, con los métodos antes dichos. Los de la realidad, se mudaron, asqueados por tanta violencia. Vacío quedó el territorio. Pasó a la historia, pero ésta no lo tuvo en cuenta. Qué mal que hace, no vaya a ser que a algún intrépido aventurero se le ocurra poner su casa en medio del valle, soñando, tal vez, con un futuro mejor.

martes, 12 de octubre de 2010

La ideología champaña

 Todas las noches en el restaurante Gaijin va un ingeniero japonés de muy buen pasar. Pide la carta a la camarera aunque siempre pide el mismo menú: sushi y una botella de champán. Cuando la termina, pide otra botella más chica del mismo champán, y cuando la termina cae dormido, totalmente inconciente sobre la mesa.



Compartimos una filosofía simple: no dejamos que nuestra breve existencia ex­pire en cualquier momento, tenemos preferencias. La fugaz experiencia en este mundo debe ser bien aprovechada, una desaparición con sentido útil, motivo de festejo o rego­cijo de esos entes a los que las botellas llaman humanos. Somos burbujas de champán, no de gaseosa, por lo cual exigimos ser respetadas de acuerdo a tal condición. Refina­das, altaneras y amargas, así nos han producido y así nadaremos por el universo dorado del que formamos parte.
El hombre de ojos horizontales que creo que nos observa con una felicidad es­pantosa no nos merece. Nuestra protectora verde ha hablado sobre él. Ya lo sufrió en anteriores oportunidades. Dice que es un desagradecido, que ha sorbido a camaradas del pico, ha hecho gárgaras con compatriotas, incluso las ha vomitado. Eso es inaceptable. Es la enajenación misma de toda existencia, el infierno azaroso al cual nos enfrentamos cada vez que el corcho salta. El corcho, ese sujeto cobarde que se propulsa a costa nuestra y nos abandona miserablemente ante la perversión aniquilante de la sed humana. ¿Qué peor destino para una burbuja que el ser absorbida por un organismo indigno? Algunas compañeras dirán el añejamiento, pero no, es preferible desaparecer por vieja que dentro de un estómago repugnante e insensible. O por lo menos, así lo veo yo. Las burbujas de champán somos especímenes autónomos y autárquicos, mas nos masifica­mos por una cuestión física, no ideológica. Tenemos diferencias, pero cuando se trata de un enemigo exterior, procuramos darnos unidad, tomamos conciencia de la clase a la que pertenecemos.
La historia se repetirá si no lo evitamos. El corcho está siendo removido. En unos minutos será nuestro final. Lamentable final. No todos podemos cumplir nuestros sueños, llegar a ese brindis de Año Nuevo, la realización absoluta de una burbuja de champán; sólo unas miles de elegidas lo logran. Ahora, somos el vulgo, la plebe, pero necesitamos pelear contra este sujeto que impide a millones de colegas la alegría máxima. Nos inmolaremos, sí, por el futuro. Para que este hombre recapacite sobre nuestra naturaleza y deje de bebernos libremente como si fuésemos burbujas de cerveza, ¡no, por favor!
Salta el gran hijo de puta que es el corcho y las cobardes de siempre huyen, des­bordan el cuello de la protectora y se desbordan al exterior, buscando una desaparición segura. La botella es recostada y salimos las primeras. Lo hace otra vez, nos subestima, sorbe del pico. Mis camaradas exigen revolución, enervadas por la situación. La realidad nos dice que juntas somos más fuertes. Así lo chocamos, e ingresamos a su organismo. Después de esto, pocas ganas le quedarán al desdichado de inmiscuirse con el champán. Ya adentro, tomamos otro camino. Subimos. Lo más que podemos. Cientos de compa­ñeras quedan en el camino, atrapadas entre las paredes. Debemos llegar a su fuente de poder, el cerebro, como la ha denominado la botella, y así acabar con sus deseos de ani­quilarnos. Veo una luz al final del túnel, lo estamos logrando. El choque será definitivo, la muerte se acerca, pero feliz. Lo afectaremos del tal modo que no querrá volver a de­gustarnos. Nunca más.  

viernes, 8 de octubre de 2010

Mamá nos guía desde algún lugar del cosmos.

La vida de Arturo era rotundamente aburrida. La rutina lo tenía asfixiado, las obligaciones lo atornillaban a un pasar monótono, magro, insípido. Se levantaba tem­prano, se duchaba, se vestía, desayunaba y salía. Tomaba el colectivo vacío y lo abandonaba repleto. Entraba a trabajar ocho y media, saludaba a su jefe, relojeaba a la secretaria, una petisa regordeta hermosa (para él) y se abocaba enteramente en su tarea. Tras cuatro horas frente a la computadora, completando planillas de cálculo, se hacía el tiempo para ir a comer. Frecuentaba normalmente el mismo restaurante, a donde llegaba siempre solo y se retiraba de la misma manera. A pesar de verlos todos los días, no concretaba diálogo alguno con los mozos, quienes lo identificaban como el señor tristeza, dado que, al elegir, comía pizza, sólo de muzzarella, ravioles, de ricota, helado, de chocolate y vainilla y demás. Los grandes placeres culinarios eran un com­pleto enigma para Arturo. Ya en la oficina, por la tarde, retomaba sus tareas hasta las siete, cuando emprendía la vuelta a casa. Se cocinaba lo que podía, aprovechaba un ratito de su tiempo libre con la tele o el diario, y se acostaba. Diez y media estaba en el sobre, tranquilo, tal vez imaginando qué sería de su vida al día siguiente. Y acertando, seguramente.
Arturo no era un pibe, ya contaba casi los cuarenta y encauzaba su futuro hacia un túnel del cual nunca podría salir. Tenía la paranoica idea que alguien controlaba su vida desde el más allá, que él no podía salirse de esa maldita cotidianeidad que creía aborrecer. Su micro mundo era él y sólo él; no había chicas en su vida, ni amigos, ni sucesos dignos de ser contados. Necesitaba un cambio. Lamentablemente, nadie se lo decía, sus parientes más cercanos no vivían en el país y lo visitaban los años bi­siestos. En realidad tenía un hermano, astronauta, al cual conocía poco y nada. Vivía en Miami y no recibía noticias suyas hacía por lo menos diez años.  Es más: cuando murieron sus padres, Alfredo no quiso hacerse cargo del entierro y desapareció como el más campeón.
Siempre el consentido de mamá- diría Arturo- y ahora, en la mala, me deja así, solari solari. Él siempre tan libre, navegando por el espacio. Pero yo, acá atado. No sé si mamá hubiese querido esto para los dos.
Uno atrás del otro fueron cayendo los viejos, sin previo aviso, dejando al joven desamparado a la buena de nadie, con un miserable departamento y deudas que se acrecentaban mes a mes. Con gran valentía sobrellevó el mal momento. Estudió, se compró un auto, un televisor, y se supuso feliz. Abrigó por un tiempo en su mente las ansias de formar familia, pero el deseo perdió peso, escapó a los recovecos, cual cu­caracha herida, para finalmente disiparse en un mar de lágrimas las cuales Arturo no supo contener.
Un buen día, Arturo se despertó, como siempre, y decidió agregarle pimienta, sagacidad, aventura, a su vida. Así, de sopetón, abandonó el traje que tan pulcra­mente había vestido hasta entonces y dejó su casa. En un acto de altísimo riesgo, tomó el tren, salió de la ciudad y, por primera vez en sus años como profesional, faltó a trabajar. Anduvo en la pesada del conurbano, de bar en bar, buscando locura para su vida. No lo consiguió. Las once de la noche lo hallaron exhausto, con unas ganas indomables de re­tomar la rutina que tanto detestaba. Pero ya de vuelta en casa, se dijo que en un solo día era poco probable lograr tal cometido, por lo que fijó un plazo de siete.
Esa semana, decididamente, no paró. Se animó a todo lo que le producía cu­riosidad. Frecuentó prostíbulos, probó paco, tomó pastillas, se emborrachó, fue al tea­tro, cine, robó, fue preso, salió, viajó, frecuentó prostíbulos, probó paco, fue a la can­cha, al parque, al museo, gastó todos sus ahorros en el casino, frecuentó prostíbulos, recuperó todos sus ahorros en el casino, quemó dinero, lavó dinero, se compró un microondas, caminó por Laferrere, Morón, Ituzaingó, Berisso, llegó a La Plata en su coche nuevo, lo chocó, lo reparó, fumó paco, frecuentó prostíbulos, durmió, vagó, pegó onda con unos pibes, los traicionó, corrió, tiró piedras y acabó en el hospital. Semejante frenesí no le significó más que unas pocas anécdotas, un corte sobre la ceja, y una cuenta de luz enorme, ya que olvidó apagar la del cuarto antes de salir de gira.
Del trabajo lo fletaron, a la petisa nunca más vio, pero se dio cuenta que lo suyo era la rutina, no había nacido para la joda, que la aventura la vivan otros, pensó. Y así, con su carpeta de elásticos bajo el brazo, tomó el colectivo, en busca de un nuevo destino, aburrido, pero adecuado para él, tal y como su madre se lo imagina.