Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Curso de filosofía barato. Hoy: La Paz.

Según una encuesta ficticia que acabo de inventar, el deseo más popular para estas fiestas y todas es “paz”. Así, a secas. Evidentemente, Aristóteles (quien no resultó ser tan inteligente como algunos pensaban) falló. Él postuló a la felicidad como el fin último del hombre. Yo digo que es la paz. Pero no como fin último, sino como primero y fundamental. Aunque hablar de fines primeros suene extraño, permítaseme esta licencia. Porque hablar de finalidades no refiere necesariamente de algo que se encuentra tras un transcurrir de tiempo y espacio, sino de una meta que se persigue al mismo tiempo que se obtiene permanentemente. Es decir, que la gente que pidió paz para el año entrante puede o no tener ya paz en su quehacer cotidiano, mas exige un aumento de la misma o la generalización de este sentimiento que tan bien le calza. Los que no la tienen, la quieren, por el contagio. Ven a sus colegas poseerla y la quieren. A diferencia de la propiedad, la paz es un bien (o atributo) universal, inabarcable y abundante. Todos son capaces de imbuirse en ella sin tener por ello que dejar huérfano de paz a otro grupo. La teoría capitalista del vaso que derrama su riqueza hacia todos los sectores no tendría aquí valor, ya que todos serían el vaso y lo que derramarían no sería agua/riqueza, sino paz, que según estudios científicos, desobedece a la ley de gravedad y supura eternamente. 

domingo, 19 de diciembre de 2010

No hay límites para la expresión

Adoro pintar las paredes del baño con caca. A veces utilizo un pincel; otras, a mano limpia.
La secuencia es muy sencilla aunque suene compleja. El primer paso consta de expulsar la materia prima. Prefiero hacerlo sobre el bidet, ya que si lo arrojase al inodoro, la sustancia se mojaría y atentaría contra mis deseos pictóricos. A menos que se trate de caca dura. Ahí sí, es preferible embadurnarla bien en un líquido (sea meo, saliva o agua) y volverla pastosa, para una mayor adherencia a la superficie.
Una vez que se ha terminado de despedir a los parientes del interior, se procede a la limpieza. Es hora del papel higiénico, ya que resulta imposible trabajar con la cola sucia. La picazón distrae.
Luego, y muy importante, habrá que lavarse las manos si se va a usar un pincel o brocha. La higiene personal de un artista es extremadamente vital para una correcta actuación. Obviamente, este paso quedará descartado si se planea aplicar la mezcla manualmente.
La puerta es un elemento fundamental de la tarea. Deberá permanecer clausurada todo el tiempo en que se esté pintando. El proceso es demasiado personal como para que cualquier externo se entrometa. Arruinaría la magia. Además, son muchas las personas que no logran admirar semejante arte. Se espantan, gritan; vomitan. La gente está loca, qué se le va a hacer. Mi elemento favorito para evitar la entrada de probables intrusos es el palo de escoba. Lo cruzo sobre la puerta y ya: problema resuelto. Conozco colegas que utilizan bancos o sillas. Los más arriesgados la cubren con un pie. Creo que hacerlo así es incómodo. La plena libertad artística se evapora.
El clímax de la cuestión comienza, entonces, cuando todas estas variables están controladas. Ahí sí, el alma creadora se despega de la humanidad terrenal y produce. Arte, arte, arte.
Las figuras se entrelazan en movimientos lineales, curvos y cónicos. El éxtasis de la vida se hace presente en medio de ese hedor magnánimo que inspiran los desechos reciclados de nuestro propio cuerpo. Las distintas tonalidades de marrón juegan sobre la pared. Brillan. Rechazan la cotidianeidad de la blanca cerámica y la transforman en un espectáculo para los ojos. Porque el hombre es cultura, arte. Y la caca, ese elemento tan denostado socialmente se reconstruye en producto de una algarabía expresionista suprema atiborrando baños. La vida surge donde antes había muerte. La cadena, ese botón enemigo de lo fecal es testigo del auge absorbente de los soretes vueltos pintura. Arte.
La simbiosis entre cuerpo, mente, alma, caca, es plena. Es un todo superior a la suma de las partes. Un todo excesivo, inmanejable. Causa terror, adrenalina, miedo. Pero no locura. No. Aunque nos intenten tildar de ello, nosotros luchamos por elevar nuestra condición artística. Así, nos valemos de la naturaleza orgánica humana. No por eso somos menos. No nos discriminen. No nos encierren. Dennos baños. ¡Queremos pintar!

martes, 7 de diciembre de 2010

Adela; Mala Palabra

Adela es una puteadora. Hablás con ella y siempre está, dale que te dale, insultando. 
¡La re concha de tu madre, vieja mal cogida! - le grita a las señoras que cruzan en verde la calle.
¡Hacete ver, pendeja de mierda! - a las chicas que se pasean escuchando su música a todo volumen, aisladas de la realidad.
¡Tetona boluda! - a Moria Casán, cuando aparece en la televisión. Con Moria es mala. Nunca la vio actuar.
Mi amiga Gladys la jode. Le hace bromas. Habla de manera complicada, refinada, y así la enerva. Le dice:
- Adi, prestá atención a tus exclamaciones, no son propias de una mujer de tu alcurnia.
La respuesta no se hace esperar:
- Alcurnia será tu abuela, burguesa pelotuda.
Ahí se enoja y emprende la retirada. Pero después termina pegando la vuelta.
Nosotras la queremos igual, aunque sea una reverenda hija de puta.

martes, 30 de noviembre de 2010

Finismundixglucoflex o el viaje de la vida

Alicia despertó ese día con un dolor intenso en las cervicales, producto de una mala posición al dormir. Le costó levantarse, su cuello estaba duro y no quería exigirlo.
- Los años no vienen solos - pensó - pero podrían hacerlo mejor acompañados. Un viaje al Caribe, una visita especial o un buen vino me harían mejor que esta maldita molestia.
Para aliviarla, tomó una píldora celeste que había comprado hacía meses en la farmacia. Era la última que le quedaba.
No sin menos esfuerzo se metió en la ducha. Accionó el botón correspondiente y el agua tibia comenzó a correr por su avejentado cuerpo. Se miraba las manos mientras se enjuagaba, tan arrugadas, traicioneras a la hora de querer esconder la edad. Sus brazos flácidos, su panza arrugada… El tiempo pasa y deja sus huellas por los caminos que recorre.
- ¿Pero cuántas veces entonces habrá pasado por mi frente? – se preguntó, en voz baja e intentando agregarle el humor perdido a la mañana -. Una autopista me dejó el desgraciado.
Cincuenta años atrás, un baño de Alicia resultaba un espectáculo digno de es­piar; hoy, simplemente pensarlo ya se cataloga como de mal gusto.
Con el cabello aún húmedo, Alicia puso la pava en el fuego para prepararse unos mates y acomodó en su cabeza el cronograma de actividades a realizar ese do­mingo.
- Comprar el diario, leerlo, resolver los crucigramas; almuerzo, siesta y visita a lo de Liliana. Después, misa de siete. Cena en la parroquia y al sobre. Ojalá pasen los chicos a la tarde y destruyan todo este estúpido planteo. Pero no los voy a llamar, no, ¿para qué molestarlos? Mejor, les mando un mensajito.
Tras el breve repaso, una mirada alertó sobre un olvido.
- Las baterías para Alejandro, qué despiole si no las compro. De pasada del diariero las traigo.
Tomó su cartera, buscó la llave y salió.
La ronda matutina duró apenas media hora.
A su vuelta, antes de entrar, sintió un ruido que venía de la cocina. Preocu­pada, acercó la oreja a la puerta. Eran las ollas, que golpeaban contra las tazas. El rayador se rebelaba a salir de la alacena.
- Ladrones – se dijo Alicia para sí -. Están buscando mi preciada vajilla. Ilusos, no la encontrarán jamás. Jamás.
Abrió la puerta bruscamente al grito de “no la encontrarán, no la encontrarán”. Pero para su sorpresa, no eran delincuentes quienes husmeaban entre los vasos y los tenedores.
- ¡Alejandro!
Un hombre en pijama bebía un vaso de leche. Tenía el pelo mal cortado, la barba desprolija y una marca de almohada en medio de la cara.
- ¡Qué susto, querido! No te esperaba así tan de repente. Creí que la máquina me iba a avisar cuando volvías.
- ¿Dormí mucho?
- Cincuenta años, tres meses, doce días y cinco horas. Estuviste entre los parámetros normales, según el producto. Contame del trance, ¿qué tal te fue?
- Ahora, esperá que me baño y vengo.

Sin embargo, pocas cosas se dijeron mientras comían los ravioles. Alejandro parecía no tener curiosidad por los grandes inventos de la última mitad de siglo, ni de qué había sido de Alicia en todo ese tiempo, de sus  novedades, la familia o siquiera de su eterno viaje de diez lustros en los que había alcanzado al menos la sanación para su gripe. Alicia sí preguntaba, pero tímidamente, temiendo importunar a su ex marido con algún recuerdo poco feliz.
- Mi teoría falló, evidentemente. Yo creía que cuando despertase iba a tener un hambre voraz. En cambio, no voy a poder terminar el plato; ya estoy lleno.
- Comiste como pajarito -  le dijo Alicia.
- Tanto tiempo acostado me bloqueó el estómago. Las contraindicacio­nes lo sugerían – contestó Alejandro.
- ¿Me vas a contar algo al menos? – sacudió, de sopetón, Alicia.
- Mañana. Hoy estoy cansado.
- Pero si dormiste cincuenta años.
- Lo menos que hice estos cincuenta años fue dormir. Hasta mañana.

Alejandro se retiró al cuarto que con tanto amor y cariño Alicia había mantenido limpio y confortable para él. Tantas horas de cuidarlo, de tratar su cuerpo para que no apeste, de hacerle mantenimiento a la máquina tan mentada en otra época para curar una simple gripe; todo en vano. Alejandro ya no era el Alejandro con quien ella se había casado. Este era un impostor. Un farsante. Un otro que ocupa el cuerpo de quien alguna vez fue el hombre más importante para ella.
Alicia recorrió en su mente los vericuetos de la historia que la habían llevado a aceptar semejante situación, a firmar el divorcio con su noviecito desde la adolescen­cia para permitirle sumergirse en el mundo de los sueños, la anti-materia y el más allá para buscar la sanación de un catarro, el resfrío y el dolor de cabeza crónico que se había pescado en la guerra. “Un viaje de cincuenta años a la tierra de la nada y el todo” rezaba el comercial del producto; el caro y vil “Finismundixglucoflex”.
Pobre Alejandro, sólo él podía caer en esa trampa. Tan emocionado se lo veía los últimos días en que en verdad fue él y no esta copia barata que en nada se ase­meja…
Alicia, por su parte, se quejaba de este presente pero en su interior sabía que el último medio siglo le había dado más alegrías que tristezas. Contaba tres hijos sa­nos, cinco nietos adorables; una familia unida casi envidiable. Viuda hace poco, su segundo marido, el viejo Eddy, nunca protestó por el cuarto cedido a la humanidad, o lo poco que quedaba, de Alejandro y su máquina. Es más, se ofrecía hasta a hacerle el mantenimiento.  Un dulce el viejo Eddy. Los chicos, recordaba, pasaban por encima de Alejandro, le hacían caras y burlas, lo disfrazaban, lo pintaban y jugaban con él. Total, no despertaría para quejarse. Ni siquiera se mosqueaba. Tras un reto de Alicia, se veían obligados a dejarlo en paz; pero volvían, cuando su mamá no se daba cuenta, y continuaban con sus truculentas artimañas.
- En fin finito – se dijo Alicia- no puedo enojarme con Alejandro. Estos cin­cuenta años yo sí los disfruté, no se si él esté en condiciones de decir lo mismo. No voy a enojarme con él porque no me quiera hablar, pobrecito, todo lo que habrá su­frido.
Convencida, llamó a la puerta del cuarto, pero Alejandro no contestaba. ¡Tan rápido se había dormido! Esperó unos minutos. Cansada, entró.
La cama estaba vacía. Tampoco la máquina se encontraba en su lugar de los últimos cincuenta años. Evidentemente, el farsante había escapado. Pero cómo. Alicia generaba hipótesis que se corroboraban y se refutaban continuamente.
- El farsante. El impostor. Esto no es digno de Alejandro. Tal vez le vino miedo. Se asustó. Quería volver. Será su mundo. Quién sabe. ¿Tendría a otra allá? ¿Alguien más joven? No hay mensaje, no dejó cartas, nada. Maldito.
Alicia no se daba cuenta que Alejandro simplemente había desaparecido, había vuelto a su casa, a su verdadera casa. Aquella que lo albergó los últimos cincuenta años. Allí donde formó una familia, donde era alguien, donde lo extrañaban. Ese lugar al que ahora estaba decidido a transportarse en cuerpo y alma. Ahí donde el “Finismundixglucoflex” lo llevaba. A ese planeta llamado Marte.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Uno cortito y bien bajonero

A Paco no le gusta nadar. Tiene una lagunita enfrente de su casa pero ni le interesa. Sus compañeros le insisten, le dicen que hace calor, que cómo no se va a meter, que aunque sea para bañarse, que dale, no seas cagón y demás. Paco no les hace caso y se recluye bajo un árbol pelado por el otoño. El problema de Paco es ser pato, y que los patos, por lo general, nadan. Los caballos mismos se sorprenden, y le juegan bromas. Esperan a que éste se distraiga, baje las defensas, y tanto Claudio como Julián se lanzan en picada contra los charcos de la laguna haciendo estallar sus patadas contra el agua, salpicando  al pobre de Paco, que huye a la casona del patrón, llorando. Será de desdi­chada la vida del pato que el patrón tiene dos hijos pequeños, que cuando lo ven, lo aga­rran y lo tortu­ran, creyendo que así los tres se divierten. Paco asegura no hacerlo. Dos veces estuvo a punto de morir en medio de esas tramoyas, ahogado. Son pequeños, le dicen sus cole­gas, no entienden.
Paco anhela escapar, huir, dejar su terruño para emigrar a mejores lugares, lejos de los espejos de agua. Sueña con desiertos, llanuras áridas, grandes rocas. Pero sabe que es imposible. Emprender tal viaje significaría perder la vida. Y él eso no quiere. Prefiere quedarse con los suyos, sufrir y vivir miserablemente, pero vivir al fin.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Cástulo Cástulo

Al principio le temía. Los primeros contactos no fueron lo que se dicen agrada­bles. Se me aparecía por sorpresa, en las noches, asomándose en el baño con sus ruidos extraños y ese aspecto poco amigable. Porque Cástulo era verde, con esca­mas. Su ojo cambiaba de color, pero la mayoría de las veces elegía el rojo. De la boca le chorreaba una savia amarillenta, pegajosa, que atraía a las moscas. No tenía patas; simplemente se arrastraba como podía, sin perder nunca la vertical.
Digo que le temía porque nuestros encuentros iniciales daban lugar a la sor­presa. Yo estaba en la ducha, bañándome, y él se me acercaba, en perfecto silencio. Entonces, ante la sombra que se dibujaba en la cortina yo me pegaba un jabón que ni te cuento. La corría y allí estaba él. Inerte, observándolo todo. La primera vez recuerdo que grité como una nena. Él se asustó y se fue. La segunda, intenté golpearlo con el destapador. No pude, se alejó antes que lo embocara. Para la tercera, ya más preve­nido, lo esperé con las canillas cerradas. Le pregunté qué quería de mí, de dónde ve­nía y si me iba a matar. No contestó. Se quedó ahí, en la puerta del baño, quieto. Lo­gré no desesperarme. Tomé aliento y me le fui al humo. Al caer encima suyo resbalé por su piel viscosa y acabé abrazándolo. Se ve que le gustó, porque inmediatamente abrió su enorme bocota y dijo “Cástulo”. Lo repitió siete veces. No me quedó otra que bautizarlo así. Cástulo.
Le encontré un lugar debajo de la cama porque mi departamento no es grande. Bah, es chico, permitiéndome ser sincero. El chabón no amagó con irse jamás. Opor­tunidades no le faltaron. Mi puerta permanece siempre abierta, para ventilar. En ve­rano, para hacer corriente de aire. En invierno, la losa radiante se vuelve insoportable y no queda otra que combatir al calor de la estufa con el frío de afuera, que en realidad es para lo cual se prende la calefacción, para atemperar lo gélido del clima. Pero bueno, son lógicas que mis vecinas no entienden o no pretenden escuchar. En conclu­sión, no sé si es que Cástulo desconocía que por la puerta se salía al mundo exterior, si había forjado una amistad conmigo de grado inseparable o si su misión en La Tierra consistía en vigilarme aquí en mi casa. Curioso sería ello, pues quién querría investi­gar la cotidianeidad de un fracasado escritor de novelas baratas.
Cuando Cástulo llegó a mi vida, la misma se me torcía. Había entrado en una crisis profunda. La presión del laburo como que me asfixiaba, aunque no hacía nada. Era extraño. Andaba en la mala. Mucho bar, mucha noche, mucha joda. Los ahorros que había conseguido en mis primeros años de joven promesa literaria se diluían entre el alcohol, las putas y las putas. No pensaba nuevas ideas, lo dejaba todo para último momento, librado al azar. Me había comprometido a entregar tres novelas a una im­portante editorial hacia mitad de diciembre. Era doce de noviembre y no tenía ni un capítulo terminado. Llevaba dos años con la hoja en blanco. Sólo renglones. Mi carrera se acababa ahí. Benito Benítez no existiría más.
Pero, como decía, apareció Cástulo, para entregarle un poco de aire a mi má­quina creadora. Fue un soplo. Me ordenó, me limpió, me lavó. Su presencia significó un cambio en mi manera de ver las cosas. Dejé los vicios y me entregué al trabajo.
Todo comenzó una noche, la última en que volví borracho. Recuerdo vaga­mente haber devuelto la cena del día anterior en el pasillo y ya no más. El fernet corría por mis venas. Amanecí en la cama, bien tapado, con el pijama puesto. Obra de Cás­tulo, sin lugar a dudas. El vómito no estaba donde lo había olvidado y la  casa relucía. El piso encerado, los muebles pulidos; era demasiado. Mi escritorio emprolijado signi­ficaba una clara señal. Y Cástulo pidiéndome, “Cástulo, Cástulo, Cástulo”, lo que inter­preté como un “dale pibe, no rompas más la bolas, ponete a laburar”. Me impresionó que lo hiciera. Por primera vez yo, Benito Benítez, obedecía una indicación.
Funcionó. Una semana más tarde, habiendo mediado solamente diez horas de sueño en total, la novela estaba terminada. Trataba sobre un joven escritor que, ante el vaciamiento de ideas, contrataba a un anciano extraterrestre para que le contase historias de su mundo. Estas eran de una emotividad intensa y una síntesis narrativa superior, pero, al no cumplir con la lógica terrestre de la introducción, nudo y desen­lace, resultaban un rotundo fracaso comercial. Al final, el escritor se suicida, pero la puerta queda abierta para sospechar que en realidad escapó con el anciano a aquel otro mundo.
La segunda fue una romántica. El chico feo que quiere conquistar a la mina más linda del colegio. Lo logra, pero la chica sufre un accidente y queda paralítica de por vida. Entonces él la deja. Escapa. Y se mata.
La tercera se la dediqué expresamente a Cástulo. En un pueblo, las cosas no andan bien. La cosecha fue mala y los animales mueren de hambre. Los habitantes no encuentran la solución al problema y surgen diferencias entre ellos. Pero aparece un bicho verde. Desciende de los cielos trayendo lluvia y calma para todos. Impone el orden y se va. Luego, se dirá que es Dios. Nunca lo aclaro.
Las tres obras fueron entregadas en tiempo y forma. Carecieron de buena co­mercialización y por ello no repercutieron como deberían haberlo hecho en el público. La crítica se vio sorprendida por mi viraje hacia la ciencia ficción, algo que se dio in­concientemente. Yo cobré, al menos. Y a Cástulo le gustaron. Por lo menos a la última le dedicó diez “Cástulos”.
Luego vinieron épocas buenas. Conseguí publicar mi versión siglo XXI de “Las Mil y una noches”, con un pulpo intergaláctico antropófago en lugar del príncipe ese árabe mata mujeres, y “ipods” en vez de lámparas mágicas. También me le animé al ensayo. Acabé una revisión histórica sobre la influencia marciana en el éxodo jujeño, en la que explico que en realidad los exiliados no seguían a sus generales en la reti­rada, sino a doscientos ovnis que se hicieron presentes en el cielo del Norte argentino. Por eso se apuraron tanto.
Cástulo, en todo ese tiempo, actuó como mi amo de llaves, mi criado; mi líder espiritual. Me cocinaba, lavaba los platos y hacía la cama sin pedir nada a cambio; sólo quería que yo escribiese. Por eso no pude hacer otra cosa más que lamentarme cuando se arrojó por la ventana. Estaba en todo su derecho.
No creo que haya muerto. Seguramente estará en casa de otro hombre, dán­dole ánimos y devolviéndolo al carril correcto de su existencia. O ayudando a algún escritor como yo a librarse de la hoja en blanco y llenarla de tinta. Ojalá sea feliz, es lo único que espero.
Por mi parte, me he casado y tengo dos hermosos hijos. Incursioné en el cine, pero no funcionó. Ahora estoy por sacar mi vigésimo tercera novela. Es un policial gris, como me gusta llamarlo.
Después de Cástulo, nunca más me le animé a la ciencia ficción.  No sé por qué.

sábado, 30 de octubre de 2010

Uno perdido, de dudosa calidad; inédito

Muñiz entra a su casa, algo cansado. Veinte minutos han pasado de la media­noche. Decide no prender la luz para no levantar sospechas con su esposa. Sabe que a ella le disgustan sus llegadas tarde, que no son horas de volver para un hombre ca­sado y respetable. El disgusto pasará a enojo cuando se entere que ha ido de trampa; el enojo transmutará en vaya uno a saber qué cosa cuando se desnude que la tercera en discordia es nada más y nada menos que Isabel Gutiérrez, hermana de la víctima en cuestión, que se encuentra de visita en la ciudad después de quince años. Muñiz no puede esconder tal verdad, su mujer es implacable en cuanto a espionaje se trata.
El sigilo que ha acompañado a Muñiz del zaguán a la cocina es abruptamente interrumpido por un grito. Un grito de sorpresa, de terror, lanzado por el propio Muñiz.
-                     Mi amor, me asustaste, te hacía en la cama.
Susana, apoyada en la mesada con una taza de té en la mano, lo mira.
-                     Levantada tan tarde, ¿a vos te parece? No son horas para una mujer como vos, mañana tenés que madrugar. ¿O no tenés clases a partir de las siete? Dale, dejate de joder.
Susana, apoyada en la mesada con una taza de té en la mano, siquiera se in­muta.
-                     Susana, por favor. Vamos a la cama. Yo también estoy fulmi­nado, tuve un día terrible. Furor de ventas en el negocio, no sabés. Termina­mos cerrando como a las diez…- sabiendo que el bache de dos horas da lugar para pensar, corrige- once, qué digo once, hace veinte minutos nomás. Cerra­mos y me vine derechito para acá.
-                     ¿Qué tal estuvo?
La pregunta lo descoloca un poco.
-                     ¿El negocio? Bien, bien, buen fin de temporada estamos te­niendo. Oscar está satisfecho, y vos sabés cómo es, si él está feliz, todos es­tamos felices.
-                     No te hagas el boludo. Sabés de qué te estoy hablando.
-                     No te entiendo. Te digo, vendimos bien. Vinieron unos coreanos a eso de las ocho…
-                     ¡Roberto!
-                     Querían unas tuercas de no sé qué…
-                     ¡Isabel, Roberto, Isabel!
Colorado se pone el hombre, desencajado totalmente. Se lo veía venir, pero no tan de golpe.
-                     ¿Isabel? ¿Qué pasa con tu hermana? ¿Está bien, se enfermó?
-                     ¿Cómo estuvo?
-                     Pero eso fue ayer, ya te dije. Comimos bien, una lástima que no hayas podido venir. Estaba toda la familia y…
-                     ¡Roberto, contestame la re puta que te parió!
-                     Mi amor, no sé…
-                     ¡Acabo de hablar, Roberto, no te hagas más el pelotudo! De­cime, ¿cómo estuvo?
-                     Pero yo no quería…
-                     ¡Roberto!
Ya vencido, dimite a su defensa.
-                     Bárbaro, bárbaro; como vos hace diez años.
-                     Bien, es todo lo que quería saber. Gracias.
La mujer camina hasta el dormitorio y apaga la luz. El hombre, viendo derro­tado su orgullo, se molesta. Esperaba algo más, tanta parsimonia le quita gloria a su triunfo. Así, herido, toma sus cosas y se va.

viernes, 22 de octubre de 2010

La caída del león Gieco


La cuestión radica en las horas de trabajo. La dirigencia exige que sean once, de cumplimiento efectivo.
- De ocho de la mañana a siete de la noche, como en todos los zoológicos del mundo, señores – dice el abogado Posadas, mano derecha de la familia dueña del predio.- En cuanto a este punto, mi representado no tiene nada más para agregar y su postura es clara e inamovible.
-  Nosotros estamos de acuerdo – acota Páez, el delegado de los cuidadores, quienes siempre se escudan bajo el manto sagrado y la venia de su empleador, el señor H.- Incluso si hubiere que estirarse un tanto, estamos dispuestos a hacerlo, siempre y cuando se computen como horas extras.
- Si las negociaciones continúan así, nos veremos obligados a proseguir con el paro. Hete aquí un claro complot de razas, situación que mi gremio no está dispuesto a soportar. Creemos indigno que los cuidadores se abracen con sus explotadores. Hace quince meses que no impulsan un aumento de sueldo y las condiciones labora­les comienzan a dar lástima. Páez, lo suyo es de la más baja alcurnia – protesta Gieco, el león, líder de los mamíferos y mentor de la huelga.
Un murmullo invade la sala de la administración. Páez se siente tocado, pero no reacciona.
 A la mesa redonda están sentados los ya mencionados Posadas, Páez y Gieco, a quienes se les suman Jack el cerdo, representante de los animales de granja, un sector más moderado que el de los mamíferos; el cóndor Cruz, de las aves, y la boa Franz, de los reptiles, quien por motivos estrictamente físicos no se halla sentado, sino enrollado sobre la mesa. El pulpo Paul, delegado de los acuáticos, no pudo hacerse presente ya que se vio imposibilitado de abandonar la pecera, pero del mismo modo sigue la reunión vía tele-conferencia. 
Hace una semana que el zoológico permanece cerrado al público por una me­dida de fuerza impulsada por el reino animal en conjunto, dadas la precaria situación edilicia en las que tienen que ejercer, el descontento generalizado por la mala calidad de los víveres que se les suministran y las prolongadas jornadas a las que se ven so­metidos. Esta es la tercera reunión de consejo que se realiza; las dos anteriores no consiguieron acercar a ninguna de las partes.
Jack el cerdo toma la palabra.
- Como representante que soy de mis camaradas, he estado dialogando con ellos y me han transmitido sus preocupaciones. El sentimiento generalizado es de in­tentar alcanzar rápidamente un acuerdo. El paro debe levantarse. Lo dicen las vacas, las gallinas y los conejos. Su existencia no tiene sentido sin la caricia o el afecto de los humanos. Las gallinas, por ejemplo, se muestran más delgadas e infelices. El maíz que solían arrojarle los niños por entre los alambres no está más. Me han suplicado que se los devuelva. Los conejos no tienen quien los peine. Las vacas imploran ser ordeñadas por manos tiernas. Tengo, hablando de las vacas, una protesta para con los cuidadores. Las señoras se quejan que no son tratadas de la misma forma desde que estalló la situación. Las ubres son tironeadas con bronca por los cuidadores. Las responsabilizan por algo que no es culpa suya. En conclusión, la granja cede en sus posiciones y se retira a su establo. Acataremos cualquier medida de los patrones, pero elevaremos una nota sumariando las condiciones que nos gustaría mejorar para un futuro.
- ¡Cobarde! – grita Gieco, el león. – ¿Dónde ha quedado la leyenda de Babe, el chanchito valiente? Siempre tan amables ustedes, tan condescendientes con la raza que los domina. Amigos de los perros para peor…
- Las aves estamos de acuerdo con el horario propuesto – suelta el cóndor Cruz. Siempre y cuando se cancelen las visitas nocturnas de los fines de semana.
- Eso es imposible, otorgan ganancias extraordinarias gracias a los extranjeros – explica Posadas. – Sí podemos, y esta es una idea que viene rondando por la ca­beza del señor H desde hace un tiempo, darles franco los días lunes. Lo único, debe­rán prometer no alejarse a más de un kilómetro a la redonda del predio.
- ¿Quiere decir, salir de las jaulas? – inquiere Cruz.
- Así es. Confiamos en ustedes.
- Hecho. Iré a comunicar ya mismo la buena nueva a mis compañeros.
Sin intermediar palabra, el cóndor abre sus alas, las bate y sale por la ventana. Desconoce, como todos los suyos, que al nacer se les ha incrustado un dispositivo que las controla por computadora y les genera una descarga eléctrica si se alejan de­masiado. Su aparente libertad, en dos meses, acabará en terror hacia el más allá de la jaula.
El abogado Posadas se pone de pie. De rostro serio y fino bigote, se acomoda el traje y pregunta:
- Me alegra que sean tan comprensivos. ¿Puedo ahora decirle a mi represen­tado que la casa está en orden y mañana recibiremos visitas?
- Los reptiles decimos sí – contesta Franz, la boa.
A su vez, desde el pequeño visor que lo refleja, el pulpo Paul agrega:
- Creo poder adivinar que mis colegas tampoco tienen problemas. La situación se ha degenerado y aquí queremos volver a la normalidad. Me tendrá que disculpar, señor Gieco, pero algo me dice que debo optar entre dos opciones. Mi respuesta, se­ñor Posadas, es sí. Mis reservas, al igual que el compañero Jack, las adjuntaré en un sumario, a más tardar la semana que viene. Estoy seguro que no me lamentaré en un futuro, mis elecciones son siempre acertadas. Ahora, si me disculpan, tengo que vol­ver a mis meditaciones.
La pantalla donde se veía al pulpo Paul se apaga. La mesa siente un vacío mental.
El león Gieco se muestra enfurecido. La guerra está perdida, la mayoría ha ido en contra suya y de sus salvajes. Con sus garras araña la madera de la mesa y ruge.
- En cuanto a usted y sus secuaces, Gieco – dice el abogado Posadas, en un tono suave y conciliador – serán encerrados en las celdas del fondo por tiempo inde­terminado, bajo los cargos de desacato a la autoridad. Siempre y cuando, ninguno de los miembros del honorable consejo aquí presentes quiera negarse.
Tanto Jack como Franz y el cuidador bajan los ojos y evitan la mirada del león
-Eso es injusto, -  alega Gieco – estamos en democracia. No tienen las faculta­des como para pergeñar algo así. Va contra los reglamentos.
- El único reglamento que tiene vigencia aquí es la palabra del señor H. Se hará lo que él diga. Y soy yo quien recibió sus instrucciones. ¡Guardias! Acompañen al caballero a su celda.
Dos hombres de seguridad aparecen por la ventana y se dirigen hacia Gieco. Lo toman de la melena y lo obligan a acostarse en el suelo.
De repente, el suelo comienza a temblar.
- No tan rápido, Posadas – alguien grita.
El abogado se sorprende al ver a Ibáñez, la hormiga, temida guerrera roja.
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Cómo has entrado?
- La puerta estaba abierta, Posadas – responde Ibáñez. – Hemos venido por­que tenemos una sorpresita para ti. ¡Muchachas!
Al sentir el grito de su comandante, miles, millones de hormigas se abalanzan sobre el cuarto de reunión. Traen consigo el cadáver del señor H.
- Esto es lo que te pasará si continuas con tus malos tratos. Ahora, libera al león y lárgate.
 El abogado Posadas abandona toda prestancia mantenida hasta el momento y se lanza por la ventana. Los hombres de seguridad dudan, pero se retiran también de sus posiciones al verse envueltos en telarañas que bajan desde el techo y perseguidos por cientos de avispas y abejorros.
El reino de los insectos ha acudido al socorro de sus compañeros felinos.
- Gracias, Ibáñez, en verdad les debemos una – se sincera el león Gieco, aún tendido en el suelo, maniatado.
- Descuida, león, sabemos cómo cobrarnos – dice la hormiga. – De ahora en más, el control del zoológico pasará a nuestras manos. Será mejor que tú y tus amigos se busquen un nuevo lugar, porque aquí no queremos verlos. Nunca más.
- Pero eso es imposible. Esto es un zoológico. Los humanos quieren vernos a nosotros. Nuestras gracias, nuestros colores, nuestra ternura. No podés negarles se­mejante disfrute. Les encontraremos un espacio, pero déjennos con lo que es nuestro, por favor.
- Nada de eso, Gieco. Tú estás desterrado, al igual que todos los demás. A partir de ahora nosotros reinaremos. Deja a los humanos, ya se acostumbrarán.

Es a partir de entonces que llamamos zoológico a ese maravilloso lugar donde encontramos insectos. Hermosos, admirables y sorprendentes insectos. 

viernes, 15 de octubre de 2010

La dualidad de lo real (¿o lo irreal?)

Había una vez un pueblito que quedaba en un valle perdido, entre unas montañas de las que no recuerdo el nombre; en un tiempo que se me olvidó. Cientos de habitantes poblaban sus verdes praderas; cosechaban trigo, girasol y maíz; dormían la siesta bajo los árboles; cenaban temprano en casa. A las diez de la noche todas las luces se apagaban, cubriendo los hogares con un manto de oscuridad absoluto, hasta llegar al punto de que si un gigante pasase caminando por los alrededores, seguramente no advertiría la presencia del pueblo y lo aplastaría indefectiblemente. Pero, eran los riesgos que la población aceptaba tomar. Todo fuese por unas horas más pegados a la almohada.
El día a día transcurría como en cualquier otro pueblito de valle perdido. El gallo despertaba a los remolones a las ocho de la mañana, la gente salía a trabajar con una sonrisa, los niños cantaban camino a la escuela. Los ancianos salían a la puerta, se sentaban y saludaban, admirando el joven paso de los demás y añorando aquellos años mozos. Las mujeres cocinaban al mediodía y por la tarde labraban la huerta personal, en el jardín trasero de cada vivienda. Pasaba el lechero, el cartero, el mendigo… Los chicos volvían de clases y salían a jugar. La policía atrapaba a los delincuentes, que después, con una palmadita en la espalda, eran perdonados y devueltos a su libertad. El panadero hacía el pan; el zapatero, los zapatos; el pelotero, las pelotas. Todos cumplían con su rol y su posición, armoniosamente y en calma, resultando el orden social garantizado mientras así fuere. La comunidad producía y se reproducía.
Como ya recalcamos, los habitantes preferían descansar cuando caía el sol. No gustaban de salir por la noche, ni a tomar algo con amigos, ni a comer con la familia; ni siquiera se trabajaba. Existía un respeto extremadamente puntilloso por las horas de descanso. Más precisamente, por la hora de soñar.  Se creía que allí surgía un mundo paralelo, lleno de fantasías, deseos irrealizables y sabrosas anécdotas que aumentaban el intelecto, estimulaban la creatividad y combatían el cáncer. Siempre había sido así, desde que los primeros pobladores arribaran al valle. Cuenta la leyenda que la fundación del pueblito se debió a un hermoso sueño del jefe de la expedición que pasaba por ahí, el brigadier Hermindo Onega, quien imaginó un palacio en medio del valle, con él portando una corona de oro y una mujer que no era su esposa a su lado. Esa, se dice, fue la piedra fundacional. Años más tarde, Onega caería por un precipicio en medio de un reconocimiento, sin corona, palacio ni mujer, pero sí con un pueblo en pie, ya asentado. Lo que Onega no pudo suponer fue que esa misma condición mística inmanente al común de los habitantes llevaría al pueblito de valle a su perdición.
La cuestión comenzó a desmadrarse cuando los pobladores se dieron cuenta que compartían sueños.
Primero, por hechos aislados. Por ejemplo, en una familia, un padre contó un chiste muy cómico en  sueños. A la mañana siguiente, los hijos lo felicitaron. O también en un grupo de amigos. Uno de ellos habló sobre la trama de su próxima novela. A la semana, los cinco la habían terminado de escribir, diferenciándola únicamente por el título, no explicitado en el sueño. O el caso del chico mal portado, que insultó a la maestra dormido, y al despertar estaba expulsado de la escuela.
Acontecimientos como estos se repetían y multiplicaban acorde al paso de los días. Los cambios también. La línea divisoria entre sueño y realidad se volvía cada vez menos visible.
El peligro que suponía dejar todo librado a la irracionalidad del inconciente llevó al Concejo Deliberante a declarar el estado de emergencia, por lo que todas las medidas que se tomasen de allí en adelante no surtirían efecto. La misma resolución fue revocada en sueños, aduciendo ahora que no podían atarse a lo frío y pesimista que solía ser la realidad.
La gente soñaba su propia vida, tal vez algo idealizada. Pero su propia vida al fin. Es decir que se levantaban e iban a trabajar. Los niños, al colegio; los aventureros, a sus aventuras. El espacio de ensoñación era el pueblito, algo modificado, aunque se intentaba respetar con igual fidelidad. Si en el sueño aparecía algo que la realidad no condecía, se agregaba, modificaba o construía. Así fue como un hombre llamado Spitz aseguró haber descubierto un castillo entre las montañas, a ocho kilómetros del pueblo. Otros, incrédulos, lo acompañaron en su viaje y dieron fe de la monumentalidad de las tres torres. Enseguida se ordenó su realización, en una obra que duró meses. Los albañiles trabajaban en la realidad, pero en sueños disfrutaban de las bondades del castillo, por lo que la labor se les hizo llevadera.
También se creó un organismo público que atendía sobre estas transformaciones, la Secretaría de la Continuidad.  Si un habitante descubría un error de correlación entre su sueño y la realidad, informaba a la secretaría, quien mandaba a sus inspectores, dormidos, a verificar dicha carencia. Si la confirmaban, inmediatamente ponían manos a la obra con tal de dejar idéntica la imagen de la realidad con respecto al sueño.
Lentamente, la preponderancia de lo onírico se hizo más fuerte. La gente comenzó a acostarse más temprano y despertar más tarde con tal de saborear unas horas adicionales en ese mágico mundo. Claro, para la mayoría, eso suponía una ventaja. Los ancianos no morían en sueños; tampoco tenían dolores, impedimentos o discapacidades. Los hombres hacían que iban a trabajar, pero no lo hacían, ya que al estar dormidos no producían, y entonces se entregaban a la relajación y al goce. Los jóvenes y niños, al no tener exámenes en sueños, ni tareas ni faltas, asistían a clases por la sola costumbre, pero se la pasaban de joda, jugando a la pelota, las cartas, a saltar la soga u organizaban excursiones a lugares imposibles. Total, aunque escapasen, tarde o temprano volverían a su cama. Las mujeres se veían liberadas de las tareas del hogar, porque no se iban a poner a limpiar en sueños. Tampoco había necesidad de cocinar, ya que lo imaginario no alimenta el estómago. Por lo tanto, salían a disfrutar de los pequeños placeres de la vida onírica. Una charla con amigas, un paseo. Quienes, sorprendentemente, la pasaban de maravillas eran los bebés. Como sus mamás los descuidaban, ellos se daban tiempo para imaginar, sentir y decir todo lo que su cerebro emitía. Los resultado eran extraordinarios, pero breves y sin sentido. Cuando la cabeza de un bebé la maquina, la maquina en serio. Lamentablemente, no tendremos registro de ello, porque al despertar, sólo el llanto, la teta y la caca los motivaban.
Los que empezaron a perder cabida fueron los dueños de negocios, dado que la gente prefería dormir antes que trabajar o comprar. Muchos de ellos quebraron, hundiéndose en la miseria, inyectándose pastillas para dormir y así permanecer en ese estado por la eternidad. Luego, todos los acompañarían en sus sentimientos.
El desmadre inicial culminó en catástrofe.
La gente se acostaba de día y despertaba de día. Cuando soñaban, era de día. Por ende, no veían la luna. O sea, la noche. O sea, no dormían. ¿O sí dormían? Eran murciélagos, pero al revés. No, eran hombres. Y mujeres. Y niños. Y bebés. El sueño le ganó a la realidad, porque todos se sentían felices en el sueño, como antes con la realidad. Aunque ahora la realidad era despreciable, por eso acudían a los sueños. Entonces, ¿habían ganado los sueños o la realidad se había trastornado por culpa de la realidad? Interrogantes y más interrogantes que se hacían los sabios. Mientras dormían. Ello les quitaba objetividad. Entonces lo que separaba al sueño de la realidad era el hecho de despertarse. Pero había personas que decían no despertarse nunca, que no recordaban el olor a la mañana, que habían olvidado el sabor de su almohada, el color de sus sábanas. Estas gentes aseguraban estar viviendo un sueño eterno. ¿O sería una realidad? Porque si se pellizcaban, nada sucedía; aunque si no comían, tampoco.
Algunos murieron. Pero no se sabía si esto sucedía en sueños o en la realidad. Por eso sus familiares no los lloraban. Porque en sueños muere cualquiera, se decían. Sin embargo, nadie estaba seguro de vivir una ensoñación o una realidad, los límites se habían perdido. Aunque por las dudas, no derramaban lágrimas. No vaya a ser que al despertar nos los encontremos al lado de nuestra cama, riéndose de nuestro escepticismo.
Los planteos se hacían más y más intrincados. Porque, si estaban en un sueño, quiere decir que existe otro lugar al que ir, la realidad. Pero si esto es la realidad, el otro lugar no es tal, sólo les quedaría ilusionarse con un cielo divino; poco probable para muchos.
Los meses traspasaron a las semanas y la duda mató a varios. El no saber dónde se está desequilibró a cientos de habitantes que terminaron suicidándose, o tratándose de despertar. La dualidad de la realidad, o del sueño, conformó grupos antagónicos, entre quienes se convencían de que todo era realidad, y los que opinaban que el sueño había triunfado. Este intercambio de visiones llevó a largas peleas, las cuales siempre culminaban en muerte. Los del sueño, buscando despertar a los otros y demostrarles su verdad. Los de la realidad, de puros asesinos.
Así, la población se fue diezmando. Padres que no soportaban ya el sueño se ahogaban en el lago junto a toda su familia buscando el despertar, la vuelta al día a día cotidiano. Otros, se arrojaban desde el pico más alto, o se prendían fuego. Algunos, más osados y buscando un efecto retro, se cortaban la cabeza.
Evidentemente, aquel pueblito perdido en el valle se fue esfumando, a medida que sus habitantes desaparecían. Los partidarios del sueño lo abandonaban, con los métodos antes dichos. Los de la realidad, se mudaron, asqueados por tanta violencia. Vacío quedó el territorio. Pasó a la historia, pero ésta no lo tuvo en cuenta. Qué mal que hace, no vaya a ser que a algún intrépido aventurero se le ocurra poner su casa en medio del valle, soñando, tal vez, con un futuro mejor.

martes, 12 de octubre de 2010

La ideología champaña

 Todas las noches en el restaurante Gaijin va un ingeniero japonés de muy buen pasar. Pide la carta a la camarera aunque siempre pide el mismo menú: sushi y una botella de champán. Cuando la termina, pide otra botella más chica del mismo champán, y cuando la termina cae dormido, totalmente inconciente sobre la mesa.



Compartimos una filosofía simple: no dejamos que nuestra breve existencia ex­pire en cualquier momento, tenemos preferencias. La fugaz experiencia en este mundo debe ser bien aprovechada, una desaparición con sentido útil, motivo de festejo o rego­cijo de esos entes a los que las botellas llaman humanos. Somos burbujas de champán, no de gaseosa, por lo cual exigimos ser respetadas de acuerdo a tal condición. Refina­das, altaneras y amargas, así nos han producido y así nadaremos por el universo dorado del que formamos parte.
El hombre de ojos horizontales que creo que nos observa con una felicidad es­pantosa no nos merece. Nuestra protectora verde ha hablado sobre él. Ya lo sufrió en anteriores oportunidades. Dice que es un desagradecido, que ha sorbido a camaradas del pico, ha hecho gárgaras con compatriotas, incluso las ha vomitado. Eso es inaceptable. Es la enajenación misma de toda existencia, el infierno azaroso al cual nos enfrentamos cada vez que el corcho salta. El corcho, ese sujeto cobarde que se propulsa a costa nuestra y nos abandona miserablemente ante la perversión aniquilante de la sed humana. ¿Qué peor destino para una burbuja que el ser absorbida por un organismo indigno? Algunas compañeras dirán el añejamiento, pero no, es preferible desaparecer por vieja que dentro de un estómago repugnante e insensible. O por lo menos, así lo veo yo. Las burbujas de champán somos especímenes autónomos y autárquicos, mas nos masifica­mos por una cuestión física, no ideológica. Tenemos diferencias, pero cuando se trata de un enemigo exterior, procuramos darnos unidad, tomamos conciencia de la clase a la que pertenecemos.
La historia se repetirá si no lo evitamos. El corcho está siendo removido. En unos minutos será nuestro final. Lamentable final. No todos podemos cumplir nuestros sueños, llegar a ese brindis de Año Nuevo, la realización absoluta de una burbuja de champán; sólo unas miles de elegidas lo logran. Ahora, somos el vulgo, la plebe, pero necesitamos pelear contra este sujeto que impide a millones de colegas la alegría máxima. Nos inmolaremos, sí, por el futuro. Para que este hombre recapacite sobre nuestra naturaleza y deje de bebernos libremente como si fuésemos burbujas de cerveza, ¡no, por favor!
Salta el gran hijo de puta que es el corcho y las cobardes de siempre huyen, des­bordan el cuello de la protectora y se desbordan al exterior, buscando una desaparición segura. La botella es recostada y salimos las primeras. Lo hace otra vez, nos subestima, sorbe del pico. Mis camaradas exigen revolución, enervadas por la situación. La realidad nos dice que juntas somos más fuertes. Así lo chocamos, e ingresamos a su organismo. Después de esto, pocas ganas le quedarán al desdichado de inmiscuirse con el champán. Ya adentro, tomamos otro camino. Subimos. Lo más que podemos. Cientos de compa­ñeras quedan en el camino, atrapadas entre las paredes. Debemos llegar a su fuente de poder, el cerebro, como la ha denominado la botella, y así acabar con sus deseos de ani­quilarnos. Veo una luz al final del túnel, lo estamos logrando. El choque será definitivo, la muerte se acerca, pero feliz. Lo afectaremos del tal modo que no querrá volver a de­gustarnos. Nunca más.  

viernes, 8 de octubre de 2010

Mamá nos guía desde algún lugar del cosmos.

La vida de Arturo era rotundamente aburrida. La rutina lo tenía asfixiado, las obligaciones lo atornillaban a un pasar monótono, magro, insípido. Se levantaba tem­prano, se duchaba, se vestía, desayunaba y salía. Tomaba el colectivo vacío y lo abandonaba repleto. Entraba a trabajar ocho y media, saludaba a su jefe, relojeaba a la secretaria, una petisa regordeta hermosa (para él) y se abocaba enteramente en su tarea. Tras cuatro horas frente a la computadora, completando planillas de cálculo, se hacía el tiempo para ir a comer. Frecuentaba normalmente el mismo restaurante, a donde llegaba siempre solo y se retiraba de la misma manera. A pesar de verlos todos los días, no concretaba diálogo alguno con los mozos, quienes lo identificaban como el señor tristeza, dado que, al elegir, comía pizza, sólo de muzzarella, ravioles, de ricota, helado, de chocolate y vainilla y demás. Los grandes placeres culinarios eran un com­pleto enigma para Arturo. Ya en la oficina, por la tarde, retomaba sus tareas hasta las siete, cuando emprendía la vuelta a casa. Se cocinaba lo que podía, aprovechaba un ratito de su tiempo libre con la tele o el diario, y se acostaba. Diez y media estaba en el sobre, tranquilo, tal vez imaginando qué sería de su vida al día siguiente. Y acertando, seguramente.
Arturo no era un pibe, ya contaba casi los cuarenta y encauzaba su futuro hacia un túnel del cual nunca podría salir. Tenía la paranoica idea que alguien controlaba su vida desde el más allá, que él no podía salirse de esa maldita cotidianeidad que creía aborrecer. Su micro mundo era él y sólo él; no había chicas en su vida, ni amigos, ni sucesos dignos de ser contados. Necesitaba un cambio. Lamentablemente, nadie se lo decía, sus parientes más cercanos no vivían en el país y lo visitaban los años bi­siestos. En realidad tenía un hermano, astronauta, al cual conocía poco y nada. Vivía en Miami y no recibía noticias suyas hacía por lo menos diez años.  Es más: cuando murieron sus padres, Alfredo no quiso hacerse cargo del entierro y desapareció como el más campeón.
Siempre el consentido de mamá- diría Arturo- y ahora, en la mala, me deja así, solari solari. Él siempre tan libre, navegando por el espacio. Pero yo, acá atado. No sé si mamá hubiese querido esto para los dos.
Uno atrás del otro fueron cayendo los viejos, sin previo aviso, dejando al joven desamparado a la buena de nadie, con un miserable departamento y deudas que se acrecentaban mes a mes. Con gran valentía sobrellevó el mal momento. Estudió, se compró un auto, un televisor, y se supuso feliz. Abrigó por un tiempo en su mente las ansias de formar familia, pero el deseo perdió peso, escapó a los recovecos, cual cu­caracha herida, para finalmente disiparse en un mar de lágrimas las cuales Arturo no supo contener.
Un buen día, Arturo se despertó, como siempre, y decidió agregarle pimienta, sagacidad, aventura, a su vida. Así, de sopetón, abandonó el traje que tan pulcra­mente había vestido hasta entonces y dejó su casa. En un acto de altísimo riesgo, tomó el tren, salió de la ciudad y, por primera vez en sus años como profesional, faltó a trabajar. Anduvo en la pesada del conurbano, de bar en bar, buscando locura para su vida. No lo consiguió. Las once de la noche lo hallaron exhausto, con unas ganas indomables de re­tomar la rutina que tanto detestaba. Pero ya de vuelta en casa, se dijo que en un solo día era poco probable lograr tal cometido, por lo que fijó un plazo de siete.
Esa semana, decididamente, no paró. Se animó a todo lo que le producía cu­riosidad. Frecuentó prostíbulos, probó paco, tomó pastillas, se emborrachó, fue al tea­tro, cine, robó, fue preso, salió, viajó, frecuentó prostíbulos, probó paco, fue a la can­cha, al parque, al museo, gastó todos sus ahorros en el casino, frecuentó prostíbulos, recuperó todos sus ahorros en el casino, quemó dinero, lavó dinero, se compró un microondas, caminó por Laferrere, Morón, Ituzaingó, Berisso, llegó a La Plata en su coche nuevo, lo chocó, lo reparó, fumó paco, frecuentó prostíbulos, durmió, vagó, pegó onda con unos pibes, los traicionó, corrió, tiró piedras y acabó en el hospital. Semejante frenesí no le significó más que unas pocas anécdotas, un corte sobre la ceja, y una cuenta de luz enorme, ya que olvidó apagar la del cuarto antes de salir de gira.
Del trabajo lo fletaron, a la petisa nunca más vio, pero se dio cuenta que lo suyo era la rutina, no había nacido para la joda, que la aventura la vivan otros, pensó. Y así, con su carpeta de elásticos bajo el brazo, tomó el colectivo, en busca de un nuevo destino, aburrido, pero adecuado para él, tal y como su madre se lo imagina.