Un lugarcete desde el cual el hombre pueda codearse con lo más alto de la literatura universal. Esto sí que es empezar de abajo.

viernes, 22 de octubre de 2010

La caída del león Gieco


La cuestión radica en las horas de trabajo. La dirigencia exige que sean once, de cumplimiento efectivo.
- De ocho de la mañana a siete de la noche, como en todos los zoológicos del mundo, señores – dice el abogado Posadas, mano derecha de la familia dueña del predio.- En cuanto a este punto, mi representado no tiene nada más para agregar y su postura es clara e inamovible.
-  Nosotros estamos de acuerdo – acota Páez, el delegado de los cuidadores, quienes siempre se escudan bajo el manto sagrado y la venia de su empleador, el señor H.- Incluso si hubiere que estirarse un tanto, estamos dispuestos a hacerlo, siempre y cuando se computen como horas extras.
- Si las negociaciones continúan así, nos veremos obligados a proseguir con el paro. Hete aquí un claro complot de razas, situación que mi gremio no está dispuesto a soportar. Creemos indigno que los cuidadores se abracen con sus explotadores. Hace quince meses que no impulsan un aumento de sueldo y las condiciones labora­les comienzan a dar lástima. Páez, lo suyo es de la más baja alcurnia – protesta Gieco, el león, líder de los mamíferos y mentor de la huelga.
Un murmullo invade la sala de la administración. Páez se siente tocado, pero no reacciona.
 A la mesa redonda están sentados los ya mencionados Posadas, Páez y Gieco, a quienes se les suman Jack el cerdo, representante de los animales de granja, un sector más moderado que el de los mamíferos; el cóndor Cruz, de las aves, y la boa Franz, de los reptiles, quien por motivos estrictamente físicos no se halla sentado, sino enrollado sobre la mesa. El pulpo Paul, delegado de los acuáticos, no pudo hacerse presente ya que se vio imposibilitado de abandonar la pecera, pero del mismo modo sigue la reunión vía tele-conferencia. 
Hace una semana que el zoológico permanece cerrado al público por una me­dida de fuerza impulsada por el reino animal en conjunto, dadas la precaria situación edilicia en las que tienen que ejercer, el descontento generalizado por la mala calidad de los víveres que se les suministran y las prolongadas jornadas a las que se ven so­metidos. Esta es la tercera reunión de consejo que se realiza; las dos anteriores no consiguieron acercar a ninguna de las partes.
Jack el cerdo toma la palabra.
- Como representante que soy de mis camaradas, he estado dialogando con ellos y me han transmitido sus preocupaciones. El sentimiento generalizado es de in­tentar alcanzar rápidamente un acuerdo. El paro debe levantarse. Lo dicen las vacas, las gallinas y los conejos. Su existencia no tiene sentido sin la caricia o el afecto de los humanos. Las gallinas, por ejemplo, se muestran más delgadas e infelices. El maíz que solían arrojarle los niños por entre los alambres no está más. Me han suplicado que se los devuelva. Los conejos no tienen quien los peine. Las vacas imploran ser ordeñadas por manos tiernas. Tengo, hablando de las vacas, una protesta para con los cuidadores. Las señoras se quejan que no son tratadas de la misma forma desde que estalló la situación. Las ubres son tironeadas con bronca por los cuidadores. Las responsabilizan por algo que no es culpa suya. En conclusión, la granja cede en sus posiciones y se retira a su establo. Acataremos cualquier medida de los patrones, pero elevaremos una nota sumariando las condiciones que nos gustaría mejorar para un futuro.
- ¡Cobarde! – grita Gieco, el león. – ¿Dónde ha quedado la leyenda de Babe, el chanchito valiente? Siempre tan amables ustedes, tan condescendientes con la raza que los domina. Amigos de los perros para peor…
- Las aves estamos de acuerdo con el horario propuesto – suelta el cóndor Cruz. Siempre y cuando se cancelen las visitas nocturnas de los fines de semana.
- Eso es imposible, otorgan ganancias extraordinarias gracias a los extranjeros – explica Posadas. – Sí podemos, y esta es una idea que viene rondando por la ca­beza del señor H desde hace un tiempo, darles franco los días lunes. Lo único, debe­rán prometer no alejarse a más de un kilómetro a la redonda del predio.
- ¿Quiere decir, salir de las jaulas? – inquiere Cruz.
- Así es. Confiamos en ustedes.
- Hecho. Iré a comunicar ya mismo la buena nueva a mis compañeros.
Sin intermediar palabra, el cóndor abre sus alas, las bate y sale por la ventana. Desconoce, como todos los suyos, que al nacer se les ha incrustado un dispositivo que las controla por computadora y les genera una descarga eléctrica si se alejan de­masiado. Su aparente libertad, en dos meses, acabará en terror hacia el más allá de la jaula.
El abogado Posadas se pone de pie. De rostro serio y fino bigote, se acomoda el traje y pregunta:
- Me alegra que sean tan comprensivos. ¿Puedo ahora decirle a mi represen­tado que la casa está en orden y mañana recibiremos visitas?
- Los reptiles decimos sí – contesta Franz, la boa.
A su vez, desde el pequeño visor que lo refleja, el pulpo Paul agrega:
- Creo poder adivinar que mis colegas tampoco tienen problemas. La situación se ha degenerado y aquí queremos volver a la normalidad. Me tendrá que disculpar, señor Gieco, pero algo me dice que debo optar entre dos opciones. Mi respuesta, se­ñor Posadas, es sí. Mis reservas, al igual que el compañero Jack, las adjuntaré en un sumario, a más tardar la semana que viene. Estoy seguro que no me lamentaré en un futuro, mis elecciones son siempre acertadas. Ahora, si me disculpan, tengo que vol­ver a mis meditaciones.
La pantalla donde se veía al pulpo Paul se apaga. La mesa siente un vacío mental.
El león Gieco se muestra enfurecido. La guerra está perdida, la mayoría ha ido en contra suya y de sus salvajes. Con sus garras araña la madera de la mesa y ruge.
- En cuanto a usted y sus secuaces, Gieco – dice el abogado Posadas, en un tono suave y conciliador – serán encerrados en las celdas del fondo por tiempo inde­terminado, bajo los cargos de desacato a la autoridad. Siempre y cuando, ninguno de los miembros del honorable consejo aquí presentes quiera negarse.
Tanto Jack como Franz y el cuidador bajan los ojos y evitan la mirada del león
-Eso es injusto, -  alega Gieco – estamos en democracia. No tienen las faculta­des como para pergeñar algo así. Va contra los reglamentos.
- El único reglamento que tiene vigencia aquí es la palabra del señor H. Se hará lo que él diga. Y soy yo quien recibió sus instrucciones. ¡Guardias! Acompañen al caballero a su celda.
Dos hombres de seguridad aparecen por la ventana y se dirigen hacia Gieco. Lo toman de la melena y lo obligan a acostarse en el suelo.
De repente, el suelo comienza a temblar.
- No tan rápido, Posadas – alguien grita.
El abogado se sorprende al ver a Ibáñez, la hormiga, temida guerrera roja.
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Cómo has entrado?
- La puerta estaba abierta, Posadas – responde Ibáñez. – Hemos venido por­que tenemos una sorpresita para ti. ¡Muchachas!
Al sentir el grito de su comandante, miles, millones de hormigas se abalanzan sobre el cuarto de reunión. Traen consigo el cadáver del señor H.
- Esto es lo que te pasará si continuas con tus malos tratos. Ahora, libera al león y lárgate.
 El abogado Posadas abandona toda prestancia mantenida hasta el momento y se lanza por la ventana. Los hombres de seguridad dudan, pero se retiran también de sus posiciones al verse envueltos en telarañas que bajan desde el techo y perseguidos por cientos de avispas y abejorros.
El reino de los insectos ha acudido al socorro de sus compañeros felinos.
- Gracias, Ibáñez, en verdad les debemos una – se sincera el león Gieco, aún tendido en el suelo, maniatado.
- Descuida, león, sabemos cómo cobrarnos – dice la hormiga. – De ahora en más, el control del zoológico pasará a nuestras manos. Será mejor que tú y tus amigos se busquen un nuevo lugar, porque aquí no queremos verlos. Nunca más.
- Pero eso es imposible. Esto es un zoológico. Los humanos quieren vernos a nosotros. Nuestras gracias, nuestros colores, nuestra ternura. No podés negarles se­mejante disfrute. Les encontraremos un espacio, pero déjennos con lo que es nuestro, por favor.
- Nada de eso, Gieco. Tú estás desterrado, al igual que todos los demás. A partir de ahora nosotros reinaremos. Deja a los humanos, ya se acostumbrarán.

Es a partir de entonces que llamamos zoológico a ese maravilloso lugar donde encontramos insectos. Hermosos, admirables y sorprendentes insectos. 

1 comentario:

  1. Me re gustó,original, super copada, todo.
    lo disfrute mucho...
    seguí así que esto es lo tuyo.

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